El final de la guerra

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Juan Mari termina de secarse el pelo con una toalla. Se viste y sale al pasillo en busca de Antón. Tras recorrer la mayor parte de la enorme planta del castillo, lo encuentra en uno de los salones principales, mirando por la ventana. Debajo, saliendo del enorme recinto, una caravana formada por cuatro camiones, tres coches y dos motocicletas traslada la Sala de Ámbar a un lugar que, cincuenta años después, seguirá siendo secreto.

─¿Dónde crees que se la llevan?

─No sé pues, igual a otro palasio o igual al váter del Führer.

A lo lejos, algo ensombrece el horizonte en el cielo.

─¡No me jodas!

Los dos hombres se miran y echan a correr hacia el pasillo, para después tirar escaleras abajo. La sirena de alerta de bombardeo ensordece sus oídos, y se comienzan a escuchar los disparos de la artillería antiaérea. En pocos segundos, el suelo que pisan tiembla y les caen varios cascotes del techo, los aviones de la RAF se disponen a destrozar el castillo de Königsberg.

Juan Mari agarra a Antón del hombro y lo obliga a detenerse.

─Antón, ahora o nunca.

Los dos hombres corren entre un montón de nazis uniformados hacia los aposentos de Herr Kauffmann. Cuando llegan, lo encuentran metiendo varios mapas en su cartera de cuero. Está solo.

─¡Oh! ¡Vamos, amigos míos, ayúdenme a coger algunas cosas y escapemos antes de que el castillo se nos caiga encima!

Antón conecta un crochet de derecha en la mandíbula del general, quien comprueba lo bien que la palabra bomben define sus puños. Ernest Kauffmann cae redondo al suelo, y se provoca un gran corte en la ceja.

Antón y Juan Mari se visten con un par de uniformes que localizan en el armario, cogen al general y lo llevan al baño, le meten la cabeza bajo el chorro de agua fría para espabilarlo, y se lo llevan hacia el exterior.

Ernest Kauffmann reside en estos momentos en el limbo entre la consciencia y el reino de las flores, aunque se podría decir sin miedo a equivocarse que un noventa por ciento de su alma pertenece a este último. Sangra profusamente del corte de la ceja y, con la cara mojada que hace que la sangre corra con rapidez y se reparta por todo el lado izquierdo, tiene aspecto de que se le haya caído encima una columna. En los pasillos, donde la densa polvareda levantada dificulta muchísimo la visión, y el caos es total, es fácil pasar desapercibido. Las paredes tiemblan con cada nuevo estruendo, y los uniformes de los hombres son más blancos que negros.

Llegan al exterior, donde varios coches quedan aún aparcados, entre ellos el de Ernest Kauffmann. El chófer corre a recibirlos atravesando la nube de polvo que sale de la puerta del castillo, y les ayuda a meter al general en la parte trasera del vehículo.

─¡Herr Kauffmann, Herr Kauffman! ¿Se encuentra usted bien?

Ernest Kauffmann lo mira sonriente, le faltan tres dientes, y tiene la mirada perdida.

─¡Oh, Patrick, hermosura! ¡Qué bello día este! ¡Pena que haya tanta niebla y no podamos ver el paisaje!

Antes de cerrar la puerta, Patrick reconoce a Antón.

─Pero, usted no...

Otro que conoce el significado literal de bomben. En este caso es el tabique nasal el que tiembla igual que las paredes del castillo, aunque Patrick deje de ser consciente de ello incluso antes de llegar al suelo.

Mientras Antón sostiene erguido a Ernest Kauffmann, Juan Mari conduce y pide paso, con la cabeza sacada por la ventana y en perfecto alemán, a todo aquel que entorpece su marcha.

Nada más salir de la ciudad, se fijan en una piara de cerdos que disfruta de las vistas que ofrece el castillo ardiente de Königsberg mientras come bellotas. Cuando llegan a la par del estercolero, Juan Mari detiene el coche, se baja y abre la puerta de atrás. Antón empuja a Herr Kauffmann y este cae de cabeza sobre la montaña de estiércol.

─Dime, Juan Mari, ¿crees que se puede crusar toda Alemania entera en coche sin que nos pillen y nos fusilen?

JuanMari se encoge de hombros

El Camaro DestartaladoWo Geschichten leben. Entdecke jetzt