Esperanza

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La luz de los focos, empotrados en el espejo, alumbraba el movimiento mecánico con que limpiaba su barbilla. Es una actividad que le gusta realizar por sí mismo pues le permite divagar en la representación. Aprovecha esos minutos, en los que todavía está fresca en su memoria, para evaluarse.

Su actuación de esa noche si bien no era la peor, tampoco era la mejor. Y él sabía muy bien porqué. Desvió la mirada hacia el papel sobre la mesita, perdido entre menjurjes para la cara.

"Terence Graham", decía el exterior del sobre. Todavía no la leía más el sello lacrado le dejó claro la procedencia de la misiva.

Dicen que la sangre llama pero la suya hace años que es sordomuda; silenciada por la indiferencia y el desapego de su progenitor.

—Nunca fuiste un padre, Richard, ¿qué esperas de mí ahora? —murmuró, devolviendo la vista al espejo.

No le importaba nada de esa gente. El apellido, el dinero, el título, que se quedaran con ellos. Hace tiempo que renunció a esa vida; a esa y a la que él quería.

Un mes después la carta seguía intacta, olvidada en algún cajón de su camerino.

La temporada en el teatro estaba por terminar y todos estaban entusiasmados con la idea de tomar un descanso. Excepto Terence. Él no tenía nadie con quién disfrutarlo, ningún lugar al que acudir. Tan solo una responsabilidad; una que cada vez le costaba más cumplir.

La última noche de Hamlet llegó y, tal y como se esperaba, fue un éxito.

Estaba en su camerino, desmaquillado y cambiado, listo para cumplir con su deber, no obstante, dicho deber se coló en su camerino. La mirada iracunda de la joven le hizo saber que una monumental pelea se avecinaba. Y no se equivocó, el llanto y los reclamos no tardaron en aparecer. Sin embargo, lo único para lo que tuvo cabeza fue para una frase. Todo lo demás dejó de tener sentido para él.

«Está aquí. Candy vino a verme».

Mareado salió del camerino dispuesto a buscarla, no obstante, un hombre estaba afuera esperando su turno para verle.

—Hola, Terence.

Los reclamos de la señorita Marlowe continuaban a su espalda, frente a él tenía al duque de Granchester y a él solo le interesaba alcanzar la salida antes de que Candy se esfumara de su vida.

Se quedó parado, embotado por el intenso anhelo de ver a su señorita pecas y por los gruesos grilletes que Susana insistía en apretar con cada reclamo.

—¡Terry! ¡Terry! ¡No puedes dejarme!

El duque desvió la mirada de su hijo para ver a la mujer que aspiraba el título de nuera.

—Señorita, hágame el favor de callarse. —Susana Marlowe lo miró, demasiado sorprendida por el tono tan hosco del hombre que ahora se dirigió a Terence—: ¿hijo, podemos hablar?

No. Terence no quería hablar. Ni con el duque ni con Susana. Él quería ir tras Candy pero el sentido común se impuso. ¿Alcanzarla para qué? Su carcelera seguía detrás de él, sujetando con fuerza la cadena.

Asintió al duque y se hizo a un lado para dejarlo pasar. La joven Marlowe no planeaba irse pero el duque tomó la silla de ruedas y la sacó, cerrándole la puerta en la cara.

Richard se dio la vuelta y miró a su hijo. Seguía parado junto a la puerta, como ido.

«Eleonor, tenía razón», pensó entonces. Esas malditas mujeres estaban acabando con él, robándole su esencia. Del muchacho idealista, de convicciones firmes, que luchaba por lo que quería, ya no quedaba nada.

Susurros para TerryWhere stories live. Discover now