Amor se escribe con L.

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¿Qué era Louis sino la más pura idea de catástrofe?

Desde que lo vi con aquel pulcro vestido de lentejuelas negras, tan largo que cubría sus delicados tobillos y simplemente dejaba expuesta la acaramelada piel de sus hermosos pies. Con, quizá, un costoso pedicure y esmalte rojo cereza. Sus finas y pequeñas manos siendo cubiertas por largos guantes de seda, aquellos que tenían como límite sus codos.

Solamente se podía describir como mágico, era un ser mítico que sólo aparece en los cuentos de hadas, pero Louis parecía ser procedente de una melodía triste, naciente de la más oscura melancolía. Sus movimientos lentos y desesperados tocaban un ritmo demandante, era como escuchar a un violín desafinado. Louis era como escuchar un violín desafinado; una pieza de arte que prefería ser disfrazada como desastre.

Desde que mi vista atrapó sus oceánicos ojos, no lo pude dejar ir jamás. Ahí, en el restaurante más lujoso de Polonia, cuando tuve que hacer un viaje para resolver ciertos asuntos que se nos estaban saliendo de las manos.
Recuerdo que mi mente explotaba en coraje, no quería viajar, ansiaba quedarme en casa y seguir mi aburrida rutina, la que se resumía a trabajar arduamente mi jornada laboral, conducir hasta alguna tienda de comida rápida, pagar mi orden y nuevamente trepar en mi auto para llegar a mi abandonado departamento, ver por enésima vez Friends y al último sumergirme dentro de mi fría cama.

Lo tenía todo, y a la vez no tenía nada.

Los hoteles reconocidos me daban suficiente dinero para hacer de mi vida una fiesta, disfrutar de todo lo que disponía, sin embargo, ninguna libra aparecía a alguien en mi departamento esperando mi llegada, ninguna cantidad de dinero hacía que una persona aguardara por mí en ese lugar que llamaba casa, que ocupara el lado vacío del colchón y cantara junto a mí clásicos ochenteros. No tenía una musa para fotografiar durante mis ratos libres, no tenía una mente contradiciéndome por las tardes, ni con quién observar la guerra de colores de un atardecer. Soledad; nada más que limpia soledad.

Quizá mi vida no cambió al conocer al autor de mis más pesados llantos, porque Louis era la soledad personificada. Porque se guardaba lo mejor para nadie más que él, porque reía solo, porque bailaba solo, porque se contradecía él mismo y bromeaba con su yo interno. Porque amaba el silencio, pero cada vez que su linda vocesita me llamaba en susurros mi alrededor se convertía en un concierto de Mozart, con el bullicio de las notas, con un público extasiado, con aplausos histéricos.
Y como un tonto enamorado me dedicaba a cumplirle todos sus pequeños caprichos, observando su perezoso pestañear y los doce tonos diferentes de azul que se plasmaban en sus zafiros, con aquella característica chispa de inquietud. Ver los ojos de Louis era observar la Andrómeda en su máximo esplendor. Hipnotizante, atractiva, brillante, hilarante.

Y estaba tan malditamente enamorado de sus ciento veintiséis pestañas que no lo supe hasta un diecinueve de noviembre.

Aún no encuentro la cura para olvidar a aquel niño violín. No estoy seguro de con cuál chico mi corazón ha marchado, si con el cantante elegante en lentejuelas, con el pequeño de shorts de mezclilla que robaba manzanas en el mercado de Murder Street, con el ojiazul sentado sobre mi sofá y maquillaje corrido. O simplemente con el castaño que cuarenta y dos días después de haberlo encontrado, tomó sus cosas y se marchó.

Creo firmemente en que todos los Louis que conocí estaban hechos para ser protegidos entre mis brazos, sin embargo, protegerlo fue lo único que no hice.

No lo abracé cuando lloraba desconsoladamente en su camerino a las dos de la madrugada, no me senté a su lado cuando salía al balcón por las noches y les hablaba a las estrellas, no lo detuve cuando subía a la orilla de acantilados y brincaba la cuerda mientras hacía bombas de goma de mascar. Porque lo único que yo conocía era la soledad, y creí que Louis estaría bien en un momento con ella.

Sadderdaze; lsWhere stories live. Discover now