Canción de Tulpar para Rusalka

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El árbol del lago llora a la medianoche.

Su voz se parte en fragmentos de pluma y pasto muerto tras estallidos de nubes rojas.

Una canción se desafina bajo todas las estrellas.

Serbal, serbal, ¿Por qué doblas tu tronco?

Porque más allá, se quedó un roble solo.

Pero no. El árbol no canta.

Se adivina entonces, una forma blanca y lisa sentada sobre la hierba, como un armiño sin huesos. Piececillos tocan el agua como flores de ciruelo. Detrás de sogas mojadas, se lucen unos ojos que nada tienen de los ojos de otros jovencitos.

Son lluvia empozada, son peces ahogados.

Es Rusalka, criatura nacida tras un golpe de agua.

Rusalka...

Pensar en su nombre le apaga los versos, pero su voz sigue cantando por instinto y por una necesidad apretada en la garganta. No lo sabe, pero, cada noche, piensa en lo mismo.

Si pudiera acercarme, no me doblaría

Y con mis ramitas le arrullaría.

Era su destino triste de fantasma; llamar a los infortunados con su canto para jalar sus pies hacia el reino líquido de su señor, el vodyanoy, bestia maléfica que sobrevivía de maldades y del lodo del lago. Todas las rusalkas vivían, morían, igual.

Pero esta criatura etérea no era como las demás. Nunca lo sería. El vodyanoy se lo recuerda siempre.

—¡Cállate, cállate! —El monstruo le arrojaba lodo—. ¡Largo de aquí! ¡Arruinas mi lago con tu horrible voz!

—¡No puedes echarme! –Su belleza juvenil contrastaba con una arrogancia de otro tiempo—. ¡Nací en este lago! ¡Soy rusalka también...!

—¡Falso! –el vodyanoy se ofende tanto, que arruga sus dedos verdes —. Rusalkas son mis dóciles doncellas, de cabellos largos y voz deliciosa —Se revuelve de placer al recordar a sus novias dormidas, causando un gesto de asco en la criatura blanca.—. ¡¿Pero tú, alma infeliz?! Solo eres un niño escuálido... ¡No eres como yo, y no eres rusalka! ¡Tu horrible graznido solo me trae tristeza! ¡No me sirves!

Largo, no sirve, le repite el vodyanoy sobre su cabeza rubia. Tu graznido trae tristeza, se ríen las otras, cuando comparan su delicadeza femenina contra su voz grave de muchacho.

No sirve...

—¿Por qué te has callado, Rusalka?

Esa no es voz humana. Es un ronroneo de trueno bajo las rocas.

La criatura había olvidado que sus cabellos rozan una negra grupa, y que sus dedos translúcidos caen sobre un belfo gris. Solo toma conciencia cuando un relincho tibio acaricia sus pómulos.

Es un tulpar, el caballo alado de todas las estepas. Uno sin manada que vuele sobre el cielo y sin héroe que jale su brida de metal. Vino al árbol, al lago, llevado por el misterio de una memoria. Vino a buscar a un amigo de la soledad, pero halló a Rusalka. Sin decir nada, su cabeza cincelada acepta una caricia de los dedos blancos.

Lo reconocía, de alguna manera... como si viera a un caballo de otro tiempo.

—Canta, canta, Rusalka —pide removiendo los cabellitos en un lamento. Está cansado y adolorido. Algo de la voz le devuelve la calma.

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