6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina

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La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono alguno hacia nosotros, ya que, al verse por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie en la refriega.

—Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría —dijo a Sherlock Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.

Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara la propuesta un tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su aspecto físico.

—Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona indicada para ocuparla —dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con una no disimulada admiración—. El modo como ha seguido usted mi pista raya en lo asombroso.

—Será mejor que me acompañen —dijo Holmes a los dos detectives.

—Yo puedo llevarlos en mi coche —repuso Lestrade.

—Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también, doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.

Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero no hizo por emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos trámites como si fueran de pura rutina.

—El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana —dijo—. Entre tanto, ¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser utilizado en su contra.

—Mucho es lo que tengo que decir —repuso, lentamente, nuestro hombre—. No quiero guardarme un solo detalle.

—¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? —preguntó el inspector.

—Es posible que no llegue ese momento —contestó—. Mas no se alteren. No me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?

Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última pregunta.

—Sí —repliqué.

—Ponga entonces las manos aquí —dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se señalaba el pecho.

Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la misma fuente.

—¡Diablos! —exclamé—. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!

—Así le dicen, según parece —repuso plácidamente—. La semana pasada acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar carnicero.

Estudio En EscarlataWhere stories live. Discover now