Fuego en el aire

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El sargento Norwest ni vio venir la inmensa bola de fuego que embistió el caza que pilotaba, ahora reducido a un amasijo de hierros humeantes. Sólo pasó una cosa por la cabeza del suboficial antes de estrellarse: Piromancia. Y en efecto, sólo un piromante mazoviano podía haber generado un fuego de semejante magnitud. Particularmente, el szlachta Raginis, quien de un salto bajó del jeep que montaba junto a tres soldados del Imperio de Mazovia. Ordenó que buscaran al sargento de entre los restos de la aeronave, quien, tal y como había calculado el piromante, seguía con vida. Norwest se levantó con dificultad mientras los soldados le apuntaban con sus armas. Uno de ellos le inquirió:

—¿A dónde se dirige el resto de su escuadrón?

—Sargento Norwest, 1.301.992 de la Real Fuerza Aérea—respondió.

Raginis, con impresionante fuerza, le agarró de la chaqueta.

—Sí, muy bonito. ¿Te acuerdas de mí, hijo de puta? —dijo el piromante, mientras le propinaba un puñetazo en el estómago y le dejaba caer. Acto seguido, desenfundó su pistola.

—Date la vuelta, inglesito. Quiero ver tu cara cuando...

—¿¡Qué demonios hace, szlachta!? —le interrumpió uno de los soldados. ¡Usted no está por encima de las órdenes de...!

Su voz fue cortada por un balazo. Raginis había disparado a bocajarro a sus hombres.

—¡He dicho que te des la vuelta! —dijo al sargento. Quiero ver tu cara cuando te hablo.

—¿Qué... está haciendo?

—Desertar. Fíjate, Mazovia está acabada. La guerra terminará más temprano que tarde. No quiero quedarme a ver cómo nos consumimos en nuestro propio fuego. Yo en tu lugar aprovecharía para huir. O púdrete aquí. Haz lo que te dé la gana, Eric.

El szlachta se montó en el jeep. Eric Norwest se sentó en el suelo y lanzó una mirada a los cadáveres.

—Oye, Raginis... Gracias. Supongo.

—No me las des —rió. Sólo te estoy guardando para después. Debo ser yo quien te mate, no el Emperador. Que no se te olvide.

Arrancó el coche y se alejó a gran velocidad, levantando una extensa nube de polvo. Norwest se quitó los guantes y se abrió la camisa. Tenía una profunda herida en el vientre, que no paraba de sangrar. Sin vacilar, la presionó con su mano y ésta empezó a brillar con una tenue luz azulada. Instantes después, la herida estaba sanada por completo. 

Fuego en el aireWhere stories live. Discover now