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》Capítulo 01


El verano sería la estación perfecta para los amores fugaces, como decía mi madre, en algún momento yo encontraría mi musa y mi mundo simplemente giraría. Yo no quería que mi mundo girase, quería mantenerlo así, quería ser yo quien iba al volante. ¿Me permitiría hacerlo, la vida?

Para mi suerte, era primavera, lo único que vería surgir para el momento serían nuevos trabajos de investigación y mucha, mucha historia griega.

Las caminatas por el bosque eran pacíficas, en Gremor la mayor parte de los lugares es bosque, la mayor parte que tan sólo excluye una diminuta zona local conformada por: el hospital, la tienda del Señor Rogers, el taller de madera, dos restaurantes que funcionaban sólo de noche, la escuela primaria y secundaria y un taller de autos y bicicletas. No teníamos comisaría, nadie le robaba a nadie y pocos crímenes se cometían en Gremor, quién sabe si las cosas irían a cambiar con el pasar de los años.

Tampoco habíamos tenido nunca una estación de bomberos, encuentro aquello ilógico ya que es un pueblo propenso a los incendios, sin embargo, al alcalde, el Señor McGreedy, no parecía interesarle invertir en ello.

Todas las casas están metidas en el bosque, unas más cercanas a otras y algunas, como la mía, en el medio de la nada. La suerte se la llevaron los dueños de la casa de la colina, es una casa cercana al río, adornada por un círculo de sotobosque que parece salido de un cuento de hadas, pueden pescar para matar el tiempo y ahí el ruido no los molesta, les tranquiliza.

Me gustaría haber tenido la suerte de que mis abuelos hicieran su casa ahí cuando llegaron al pueblo. A pesar de tener una casa preciosa, no se compara al placer que habría sentido de escuchar el río al dormir.

Y más, si como yo, esos pequeños placeres logran quitar algo del peso en tus hombros.

El bosque era un lugar curioso.
La gente decía que es fácil perderse si se va muy adentro, pero yo creo que es un buen lugar para encontrarse a uno mismo.

Entre cada paso que daba, más cercano se hacía el canto del río, el olor de sus dominios llegaba a mi como el de los pasteles recién horneados. Apresuré el paso y la vi, la casa de la colina, dominante e imponente, observándome desde arriba...Como recordándome que ella y quienes la habitaban eran más dueños del río que yo, o más felices y completos que yo.

Me desprendí de mi camisa, de mis pantalones cortos y de mis zapatos, y salté al río que a esa hora era ameno y te recibía con cariño.

El agua, clara y fresca, se ajustaba a mí y me hacía querer mezclarme con ella y desaparecer etéreamente... Irme lejos.

Todo era calma cuando estaba ahí, parecía que el río podía callar hasta los gritos más vehementes del alma y los pensamientos más dolorosos del espíritu.

- ¿Cómo es que he tardado en venir aquí? - me pregunté en voz alta, cerrando las ojos y disfrutando de la calma.

Mis reflexiones fueron interrumpidas por las voces de los inquilinos de la casa de mis sueños. La voz de una mujer adulta y la grave voz de un joven se hicieron presentes. Ella se despedía de él, él le deseaba un buen día y le avisaba que llegaría tarde, ella pareció renegar un poco al respecto...más adelante, la conversación me pareció carente de importancia y me centré en mi reloj de muñeca.

¿Cuánto tiempo era el correcto para estar fuera de casa? Nunca antes había salido sin avisar, en concreto, nunca había sido tan libre.

Las ataduras eran algo que así mismo desconocía, simplemente estaba ocupado, ocupado siendo un buen hijo, un buen alumno, una mente brillante. No es como si me desagradara de alguna forma, el entusiasmo por aprender lo había heredado de mi tía Auriel, a quien no volvería a ver nunca.

cuando decimos adiós.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora