Capitulo 28

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Dudé mucho antes de llevar a la práctica esta teoría. Sabía que corría peligro de muerte, porque una dro-
ga que tenía el inmenso poder de conmover y controlar el reducto mismo de la identidad era capaz de ani-
quilar totalmente ese tabernáculo inmaterial que yo pretendía alterar. Bastaría con un simple error en la
dosis o en las circunstancias en que se administrara. Pero la tentación de llevar a cabo un experimento tan
singular venció, al fin, todos mis temores. Hacía tiempo que había preparado la tintura. Inmediatamente
compré a una firma de productos químicos al por mayor gran cantidad de una determinada sal que, debido a
mis experimentos anteriores, sabía que era el último ingrediente que necesitaba, y a hora muy avanzada de
una noche que maldigo, mezclé los elementos, los vi bullir y humear en la probeta, y cuando el hervor se
hubo disipado, armándome de valor, bebí la poción.
Sentí unas sacudidas desgarradoras, un rechinar de huesos, una náusea mortal y un horror del espíritu que
no pueden sobrepasar ni los traumas del nacimiento y de la muerte. Luego, la agonía empezó a disiparse y
recobré el conocimiento sintiéndome como si saliera de una grave enfermedad. Había algo extraño en mis
sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y, por su novedad, también indescriptiblemente agradable. Me
sentí más joven, más ligero, más feliz físicamente. En mi interior experimentaba una fogosidad impetuosa,
por mi imaginación cruzó una sucesión de imágenes sensuales en carrera desenfrenada, sentí que se disol-
vían los vínculos de todas mis obligaciones y una libertad de espíritu desconocida, pero no inocente, inva-
dió todo mi ser. Supe, al respirar por primera vez esta nueva vida, que era ahora más perverso, diez veces
más perverso, un esclavo vendido a mi mal original. Y sólo pensarlo me deleitó en aquel momento como
un vino añejo. Estiré los brazos exultante y me di cuenta de pronto de que mi estatura se había reducido.
En aquellos días no tenía espejo en mi gabinete. El que hay a mi lado, mientras escribo estas líneas, lo
traje aquí después precisamente por causa de estas transformaciones. La noche, sin embargo, se había cam-
biado en madrugada; la madrugada, negra como era, estaba a punto a dar a luz al día; los habitantes de mi
casa estaban sumidos en el sueño, y así decidí, pleno como estaba de esperanzas y de triunfo, aventurarme a
llegar hasta mi dormitorio bajo mi nueva forma. Crucé el jardín, donde las constelaciones me contemplaron
desde las alturas a mi entender con asombro. Era la primera criatura de esa especie que en su insomne vigi-
lancia veían desde el comenzar de los tiempos. Recorrí los corredores sintiéndome un extraño en mi propia
morada, y al llegar á mi habitación contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Hablaré ahora sólo en teoría, no diciendo lo que sé, sino lo que creo más probable. El lado malo de mi
naturaleza, al que yo había otorgado el poder de aniquilar temporalmente al otro, era menos desarrollado
que el lado bueno, al que acababa de desplazar. Era ello natural, dado que en el curso de mi vida, que des-
pués de todo había sido casi en su totalidad una vida dedicada al esfuerzo, a la virtud y a la renunciación, lo
había ejercitado y agotado mucho menos. Por esa razón, pensé, Edward Hyde era mucho más bajo, delgado
y joven que Henry Jekyll. Del mismo modo que el bien brillaba en el semblante del uno, el mal estaba cla-
ramente escrito en el rostro del otro. Ese mal (que aún debo considerar el aspecto mortal del hombre) había
dejado en ese cuerpo una huella de deformidad y degeneración. Y, sin embargo, cuando vi reflejado ese feo
ídolo en la luna del espejo, no sentí repugnancia, sino más bien una enorme alegría. Ése también era yo. Me
pareció natural y humano. A mis ojos era una imagen más fiel de mi espíritu, más directa y sencilla que
aquel continente imperfecto y dividido que hasta entonces había acostumbrado a llamar mío. Y en eso no
me equivocaba. He observado que cuando revestía la apariencia de Edward Hyde nadie podía acercarse a
mí sin experimentar un visible estremecimiento de la carne. Esto se debe, supongo, a que todos los seres
humanos con que nos tropezamos son una mezcla de bien y mal, y Edward Hyde, único entre los hombres
del mundo, era solamente mal.
No me miré al espejo sino un instante. Ahora tenía que intentar el experimento segundo y decisivo. Me
restaba averiguar si había perdido mi identidad para siempre y tendría que huir antes del amanecer de aque-
lla casa que ya no sería mía. Y así regresé a toda prisa al gabinete, preparé una vez más la mixtura, la bebí,
sufrí por segunda vez los dolores de la disgregación y volví en mí de nuevo con la personalidad, la estatura
y el rostro de Henry Jekyll.
Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un
espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o genero-
sas, todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un
demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas
de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia
mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápida-
mente la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde. Y así, aunque yo ahora tenía dos

El extraño caso del doctor Jekyll  y M.r HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora