Capítulo 3

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Desperté con la temprana luz del alba. La sensación de no haber descansado lo necesario estaba desde hacía tiempo presente en mi cabeza, pero de todas formas no quería seguir durmiendo. Me incorporé sobre el colchón y miré durante un largo rato la pared al frente de mí, manchada con gotas de humedad de hacía demasiado tiempo, como si no hubiesen vuelto a pintar ese lugar desde que se construyó. Comenzaba a acostumbrarme a aquella pequeña habitación en la que me tenían encerrada, aún sin saber en qué lugar me encontraba; en qué edificio me mantenían presa.
Un fuerte golpe sobre la madera de la puerta me sobresaltó, sacándome de mis pensamientos. Después la puerta volvía a ser abierta. Pensé que me venía a visitar otra vez el hombrecillo de la noche pasada, que afirmó que nos veríamos más veces. Pero no era él; era una joven con ropa azul y moño moreno.
—A desayunar —dijo con desgana, como si llevase repitiendo esa misma oración desde hacía horas.
No me dio tiempo ni a asentir. Ella ya estaba yéndose y unos hombres entraban en la habitación, ordenándome con la mirada que me levantase de la cama de una vez. Yo acaté las órdenes que no fueron pronunciadas y me aproximé hasta la puerta, pero uno me agarró con fuerza el brazo y me obligó a seguir su paso apresurado a través de un angosto pasillo con puertas similares a la de mi habitación. Me condujo por otros pasillos más anchos y luminosos hasta llegar a una enorme sala con mesas alargadas y gente sentada ya en ellas. Giré mi cabeza para mirarle, pero él ni se inmutó; sólo miraba al frente, como si mi presencia y la de todas aquellas personas le desagradaran. Dirigí de nuevo mi mirada a la sala y justo en aquel momento él me soltó sobre una de las sillas de lo que parecía el comedor. Le dirigí una mirada cargada de molestia y se marchó por donde habíamos venido.
Al frente de mí había un hombre que me sacaría diez años de más como mucho, con el pelo cano y la mirada perdida en la madera de la mesa. Centré mi atención en sus labios, los que se movían al ritmo de susurros que él mismo pronunciaba. Todavía no había llegado mucha gente; estábamos aquel hombre, unas diez personas más, esparcidas por el resto de mesas, y yo, todos en el comedor. Comenzó a hablar más alto; parecía enfadado con alguien. Intenté concentrarme en sus palabras, pero eran ininteligibles. Levantó la vista en mi dirección y alguien tocó mi hombro a la vez, lo cual me tomó por sorpresa. Me giré con una mano sobre el pecho, todavía notablemente sobresaltada, y vi a una joven morena con el pelo poco más abajo de sus caderas. Estaba mirando a todas partes, como si procurase no llamar mucho la atención.
—¿Qué tal si te pasas a aquella mesa? —preguntó inclinada sobre mi hombro para estar más cerca de mi oído—. Creo que soy más de fiar que este tipo.
Yo dirigí mi vista hacia donde ella había apuntado con la barbilla, viendo de nuevo al mismo hombre, que ahora estaba mirando hacia otra parte del comedor. Sopesé mis opciones, hasta que me decanté por asentir, lo que a la chica pareció alegrarle la expresión. Me levanté de la silla, arrastrándola de manera involuntaria y provocando un sonido irritante sobre el casi total silencio de la estancia, volviendo todas las miradas en mi dirección. Agaché la cabeza avergonzada por ser el centro de atención de todas aquellas personas y seguí por detrás a la chica que me había tocado el hombro. Me pidió que me sentara justo a su lado, cosa que hice sin pensar mucho.
—¿Dónde estamos? —quise saber con la mirada puesta sobre mis manos.
Me pareció escuchar una risa leve por su parte y, después, me sujetó con una mano la cara, apretando mis mejillas para que la mirase a los ojos. Tenía unas ojeras tan marcadas que resaltaban más que el azul de sus ojos. Sonrió de medio lado, clavando sus uñas sobre la piel de mi cara cada vez un poco más.
—Estamos en un sanatorio mental. —Sonrió mucho amplio—. En un maldito manicomio.
La miré con atención, para asegurar que estaba bromeando, pero no pasó nada, porque ella decía la verdad.
—Yo no tengo ningún problema mental —aseguré a la vez que negaba con la cabeza, incrédula.
Ella apartó de golpe la mano de mis mejillas y dejó de sonreír.
—Ya. Todos decimos lo mismo, pero a la hora de la verdad todos tenemos un pequeño desliz. —Me dedicó otra enorme sonrisa al decir lo último. Comenzaba a preferir al hombre que hablaba solo en la otra mesa.
Negué con mi cabeza.
—Tengo que salir de aquí.
—No. Nadie puede salir de este lugar. —Todavía seguía sonriendo como si esa situación la mantuviese alegre. Eso era imposible; no llevaba ni dos días enteros y yo ya pensaba que ese sitio era horrible. Ella sí que tenía un desliz mental, y de los grandes.
Mucha más gente comenzó a entrar a través de la misma puerta por donde había llegado yo y la sala se llenó de voces distintas y risas. Todos sabían dónde debían sentarse, por lo que pude apreciar.
—Mira —dijo ilusionada la joven a mi derecha, golpeándome levemente una pierna con su mano—. Por ahí vienen. Tenía muchas ganas de presentártelos.
Miré en la dirección donde lo estaba haciendo ella, pero no distinguí a nadie que pudiese resaltar entre los demás o que mostrase interés en esa mesa en concreto.
—¡Chicos! —gritó demasiado cerca de mi oído.
Se acercó después de unos segundos un hombre de estatura media con el ojo izquierdo morado y el labio inferior partido. Sentándose en una de las sillas frente a nosotras, no me quitaba ojo de encima.
—¿Quién es ésta? —preguntó dirigiéndose a la morena sentada a mi lado.
—Es nueva —contestó con una sonrisa aún más grande que la de antes—. ¿No te parece mona?
Parecía ilusionada con todo.
—Deja que te presente a mis amigos: él es… —dudó en qué decir, como si se le hubiese olvidado.
—Soy el número setenta y nueve.
—Es verdad, siempre se me olvida —comentó la joven.
—¿Número? —pregunté sorprendida.
Se intercambiaron entre los dos una mirada llena de gracia, como si les gustase que yo no tuviese ni idea sobre el asunto.
—¿Acaso no encontraste una tarjeta en tu habitación? —esta vez la pregunta la hizo la chica.
—Sí, pero son sólo eso: números.
—Dime si te acuerdas de tu nombre. —El hombre inclinó su cuerpo sobre la mesa, quedando más próximo a mí.
—No —contesté confusa.
—Pues ya tienen un sentido esos números —dijo indiferente, volviendo a su postura anterior, apoyado sobre el respaldo de la silla.
Nos quedamos callados, sólo con las voces de las demás personas a nuestro alrededor.
—¿Esta vez qué te ha pasado? —El tono de voz de la joven a mi lado sonaba desinteresado, como si esa pregunta la hiciera todos los días.
—¿Tanto te importa, niña?
Tenían el mismo trato que tendría cualquier persona que conociese a otra desde hacía tiempo. Como amigos de toda la vida.
—Siento preocuparme por ti.
Levanté mi mirada, la que tenía sobre las manos para entretenerme mientras esperaba la comida, y les vi sonreír cálidamente. Parecía que esas bromas las hacían con constancia. El hombre respiró hondo y llevó una mano al moretón en su ojo.
—Anoche tuvieron que volver a utilizar la fuerza para meterme en la habitación —explicó como si le hiciese gracia—. Pero parece que no fui al único. —Me señaló la zona donde me había golpeado de madrugada el guarda de seguridad. Yo intenté taparlo con mi pelo, pero ya era tarde para evitar que alguien lo viese—. Y lo peor de todo es que lo tuyo parece un buen golpe.
La morena soltó una risa y me miró de reojo, negando con la cabeza. De pronto se acordó de algo que para ella parecía importante.
—Cómo me he podido olvidar de presentarte a mi amigo —dijo con el tono de voz elevado.
Yo la miré confundida.
—Ya me lo has presentado —aseguré en un murmuro dudoso.
—No —negó ella, bastante segura—. No, no. —Me agarró con fuerza un brazo y me zarandeó a la vez que señalaba a una silla vacía al lado del hombre que decía llamarse Setenta y nueve—. Ése es Cincuenta y tres.
Setenta y nueve se rió.
—Ahí no hay nadie —comenté yo, molesta.
Ella me miró totalmente ofendida y con ira en la mirada.
—Claro que no hay nadie —me dio la razón su amigo—. Cincuenta y tres murió hace tres meses, pero esta loca dice ver muertos.
Se carcajeó el doble de fuerte ante mi sorpresa. La gente en el comedor comenzó a hablar más alto y a gritar palabras que no se podían entender del todo ni con claridad.
—¿Qué les pasa? —pregunté curiosa, mirando a mi alrededor.
—La comida —me informó Setenta y nueve—. Ya llega.
—Siempre es la misma basura. No te sorprendas mucho cuando la veas; estás avisada. ¿O no, Cincuenta y tres? —preguntó en dirección a la silla vacía al lado de Setenta y nueve, quien la miró con desinterés y negó con la cabeza.

Hasta el último suspiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora