LIBRO QUINTO ¿Adónde van?

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I

Jean Valjean

Aquel mismo día hacia las cuatro de la tarde, Jean Valjean estaba sentado solo en uno de los lugares más solitarios del Campo de Marte.

Vestía su traje de obrero; la ancha visera de su gorra le ocultaba el rostro. Estaba tranquilo y era feliz respecto de Cosette; porque se había disipado lo que le tuvo asustado algún tiempo. Sin embargo, hacía una semana o dos había visto a Thenardier; gracias a su disfraz, éste no le había conocido, pero desde entonces lo volvió a ver varias veces, y tenía la certeza de que rondaba su barrio. Esto bastaba para obligarlo a tomar una gran resolución.

Estando allí Thenardier, estaban todos los peligros a un tiempo. Además París no se hallaba tranquilo; las agitaciones políticas ofrecían el inconveniente, para todo el que tuviera que ocultar algo en su vida, de que la policía andaba inquieta y recelosa, y que buscando la pista de un hombre cualquiera podía muy bien encontrarse con un hombre como Jean Valjean. Se había, pues, decidido a abandonar París a ir a Ingltaterra. Ya había prevenido a Cosette, porque quería partir antes de ocho días.

Además, había un hecho inexplicable que acababa de sorprenderle y que le tenía aún impresionado a inquieto. Esa mañana se había levantado temprano, y paseándose por el jardín antes que Cosette hubiese abierto su ventana, había descubierto estas palabras grabadas en la pared: "Calle de la Verrerie, 16".

La escritura era muy reciente, porque las letras estaban aún blancas en la antigua argamasa ennegrecida y porque una mata de ortigas que había al pie de la pared estaba cubierta de polvo de yeso.

Aquello había sido escrito probablemente por la noche.

Pero ¿qué era? ¿Unas señas? ¿Una señal para otros? ¿Un aviso para él? En todo caso era evidente que había sido violado el jardín, y que había penetrado en él algún desconocido.

En medio de estos pensamientos, cayó sobre sus rodillas un papel doblado en cuatro, como si una mano lo hubiera dejado caer por encima de su cabeza.

Cogió el papel, lo desdobló y leyó esta palabra escrita en gruesos caracteres con lápiz: "Mudaos".

Se levantó de inmediato, pero no había nadie a su alrededor. Miró por todas partes, y descubrió un ser más grande que un niño y más pequeño que un hombre, vestido con blusa gris y pantalón de pana de color polvo, que saltaba el parapeto y desaparecía.

Jean Valjean se volvió en seguida a su casa, muy pensativo.

II

Marius

Marius salió desolado de casa del señor Gillenormand. Había entrado en ella con poca esperanza y salía con inmensa desesperación. Se paseó por las calles, recurso de todos los que padecen. A las dos de la mañana entró en casa de Courfeyrac, y se echó vestido en su colchón. Había salido ya el sol cuando se durmió con ese horrible sueño pesado que deja ir y venir las ideas en el cerebro.

Cuando se despertó, vio a Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y Combeferre de pie, con el sombrero puesto, preparados para salir y muy agitados.

Courfeyrac le dijo:

—¿Vienes al entierro del general Lamarque?

Le pareció que Courfeyrac hablaba en chino. Salió de casa algunos momentos después que ellos, se echó al bolsillo las dos pistolas que le diera Javert. Sería difícil decir qué oscuro pensamiento tenía en su cabeza al llevarlas. Todo el día estuvo vagando sin saber por dónde iba; llovía a intervalos, pero no lo notaba; parece que se bañó en el Sena, sin tener conciencia de lo que hacía. Ya no esperaba nada, ni temía nada. Sólo esperaba la noche con impaciencia febril; no tenía más que una idea clara: que a las nueve vería a Cosette. A ratos le parecía oír en las calles de París ruidos extraños, y saliendo de su meditación decía: ¿Habrá una revuelta?

Al caer la noche, a las nueve en punto, como había prometido a Cosette, estaba en la calle Plumet. Sintió una profunda alegría. Abrió la verja y se precipitó en el jardín. Cosette no estaba en el sitio en que lo esperaba siempre.

Alzó la vista y vio que los postigos de la ventana estaban cerrados. Dio la vuelta al jardín y vio que estaba desierto. Entonces volvió a la casa, y, perdido de amor, loco, asustado, exasperado de dolor y de inquietud, llamó a la ventana. ¡Cosette! —gritó—.

¡Cosette! Pero no le respondieron. Todo había concluido. No había nadie en el jardín, na— die en la casa. Cosette se había marchado; no le quedaba más que morir. De repente oyó una voz que parecía salir de la calle, y que gritaba por entre los árboles:

—¡Señor Marius!

—¿Quién es? —dijo.

—Señor Marius, ¿estáis ahí?

—Sí.

—Señor Marius —prosiguió la voz—, vuestros amigos os esperan en la barricada de la calle Chanvrerie.

Esta voz no le era enteramente desconocida. Se parecía a la voz ronca y ruda de Eponina. Marius corrió a la verja y vio una silueta, que le pareció la de un joven, desaparecer corriendo en la oscuridad.

III

El señor Mabeuf

La bolsa de Jean Valjean no le sirvió al señor Mabeuf porque éste, en su venerable austeridad infantil, no aceptó el regalo de los astros; no admitió que una estrella pudiese convertirse en luises de oro, y tampoco pudo adivinar que lo que caía del cielo viniera de Gavroche.

Llevó la bolsa al comisario de policía del barrio, como objeto perdido, y siguió empobreciéndose cada día más.

Renunció a su jardín, y lo dejó sin cultivar; no encendía nunca lumbre en su cuarto y se acostaba con el día para no encender luz. Su armario con libros era lo único que conservaba, además de lo indispensable.

Un día la señora Plutarco dijo que no tenía con qué comprar comida. Llamaba comida a un pan y cuatro o cinco patatas.

—Fiado —dijo el señor Mabeuf.

—Ya sabéis que me lo niegan.

El señor Mabeuf abrió su biblioteca, miró largo rato todos sus libros, uno tras otro, como un padre obligado a diezmar a sus hijos los miraría antes de escoger; finalmente cogió uno, se lo puso debajo del brazo y salió. A las dos horas volvió sin nada debajo del brazo, puso treinta sueldos sobre la mesa y dijo:

—Traeréis algo para comer.

Desde aquel momento la tía Plutarco vio cubrirse el cándido semblante del señor Mabeuf con un velo sombrío que no desapareció nunca más.

Todos los días fue preciso hacer lo mismo. El señor Mabeuf salía con un libro, y volvía con una moneda de plata. Así terminó con toda su biblioteca, tomo a tomo.

En algunos momentos se decía, "menos mal que tengo ochenta años", como si tuviese alguna esperanza de llegar antes al fin de sus días que al fin de sus libros. Pero su tristeza iba en aumento. Pasaron algunas semanas y ya no le quedaba más que el más valioso de sus libros, su Diógenes Laercio. De pronto la tía Plutarco cayó enferma y una tarde el médico recetó una poción muy cara. Además, agravándose la enferma, necesitaba una persona que la cuidara. El señor Mabeuf abrió la biblioteca; sacó su Diógenes y salió. Era el 4 de junio de 1832. Volvió con cien francos que dejó en la mesa de noche de la señora Plutarco.

Al día siguiente se sentó en la piedra del jardín, con la cabeza inclinada, y la vista vagamente fija en sus plantas marchitas. Llovía a intervalos, pero el viejo no lo notaba.

A mediodía estalló en París un ruido extraordinario; se oían tiros de fusil y clamores populares. El señor Mabeuf levantó la cabeza. Vio pasar a un jardinero, y le preguntó:

—¿Qué pasa?

—Un motín.

—¡Cómo! ¡Un motín!

—Sí, están combatiendo.

—¿Y por qué?

—¡Qué sé yo! —dijo el jardinero.

—¿Hacia qué lado? —preguntó el señor Mabeuf.

—Hacia el Arsenal.

El señor Mabeuf volvió a entrar en su casa, buscó maquinalmente un libro, no lo encontró, y murmuró:

—¡Ah, es verdad! —y salió.

Los MiserablesWo Geschichten leben. Entdecke jetzt