LA INÉS.

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CUENTO,

Podría muy bien tener otros veinte nombres, pero nunca la oí llamar más que por este. «Apártate Inés, le decían.» ¿A que es Inés quien ha roto ese vaso, perdido ese libro? No te acerques, ¡qué fea eres, Inés! En tales términos que la infeliz se persuadió que llevaba en la frente el sello de Cain.

Tenía hermanos y hermanas; pero eran bonitos y listos, alegres y picarillos; que cuando querían conducir a cabo cualquier proyecto, abrazaban a sus padres, les adulaban, conseguían su objeto y después se felicitaban entre sí de su prudencia. Así es que sus cajones se hallaban siempre repletos, mientras los de Inés estaban vacíos. Todas estas desgracias hacían mella en su pobre corazón, y viendo la adulación y la mentira mejor recompensadas que la sinceridad y la verdad, comenzó a desesperar de su suerte, y sus ojos a cada momento se llenaban de lágrimas. Todos los impulsos de su alma eran rechazados o sofocados, y donde habían de crecer las suaves flores del amor y la confianza, las malas yerbas de la desconfianza y de la sospecha echaban amargas raíces.

No tomaba parte alguna en la conversación: la llamaban necia, y como se lo habían repetido tanto, ella lo creía. A veces cuando alguna persona de talento se introducía en el círculo de familia, Inés escuchaba en un rincón, y sus ojos espantados brillaban como carbones encendidos. Pero había un lugar en donde Inés reinaba sin trabas: era un cuartito abandonado en lo más alto de la casa, que había adornado a su gusto, y donde se hallaba tranquila y libre de reprensiones.

Allí debía vérsela, su corazón lleno de ternura pronto a deshacerse de dolor, dudando de su inteligencia, y derramando amargas lágrimas por su tontería, su fealdad y su carácter, que hacían que nadie la quisiese. Allí contrajo amistad con las estrellas, la luna y el relámpago, y un artista, viendo la animación de su rostro en aquella ventanita, hubiera podido tomarla por una improvisadora italiana. Allí, sacudía sus cadenas, su alma se hallaba libre y se reflejaba en su fisonomía. Pero en el momento que bajaba al círculo de su familia, volvía a ser la Inés.

—La hija menor de Ud., señor don Lucas, se diferencia mucho del resto de la familia, dijo doña Ana, vieja solterona que estaba de visita en la casa.

—Si, si, repitió el anciano alzando los hombros: no se parece mucho a los demás ; nada tiene de hermosa. Es una chica extraña e incomprensible; prefiere la soledad a la sociedad y no se cuida de nada. A veces se me figura que es de otra casta, que la cambiaron en la cuna u otra cosa parecida.

—¿Pero en qué pasa el tiempo?

—No lo sé. Mi mujer dice que se ha arreglado una especie de covacha en lo más alto de la casa , donde se está las horas muertas contemplando las estrellas. ¡Qué extravagante es la tal Inés! y bestia como un leño.

Y don Lucas tomó su periódico y atizó la chimenea.

Doña Ana se quedó pensativa. Tenía un corazón muy amante para ser vieja y solterona; sentía no haber sido madre, aunque no fuese más que para hacer ver al mundo lo buena madre que hubiese sido, y se resolvió estudiar a la Inés.

Un día oye llamar esta a la puerta del camaranchón. ¿Quién podrá ser? Sospecha si irán a expulsarla de su retiro, y abre la puerta como asustada.

Doña Ana entra.

—¿Estás incomodada conmigo porque te vengo a visitar hija mía? Parece que no te contenta el verme.

—No, no es eso, dice Inés, apartándose de los ojos sus cabellos negros y enredados, pero es tan raro que haya Ud. tenido la ocurrencia de venir. Nadie ha pensado nunca en visitarme.

—¿Y por qué no, Inés?

—¡Ah! no lo sé, respondió con humildad: a menos que no sea porque soy tonta, fea y desagradable.

La Inés --1899.Where stories live. Discover now