02. Disfonía

156 27 7
                                    

—Por favor... por favor, alguien... ayúdeme. Por favor... ayúdenme...

Mi voz está quebrada, ronca por los intensos gritos de socorro.

En estas cuatro paredes, con un conducto por donde entra el aire, y esa pequeña ventana con una vista falsa de tierra y árboles; me derrumbo. Recuerdo nítidamente el momento en el que grité a más no poder una vez fuera de esta cárcel, y cómo por primera vez, debido a mis fuertes pataleos; pude ver que ese paisaje verde, no era más que una ilusión. Era un cuadro, un malnacido cuadro.

—Por favor, alguien... por favor... no quiero morir... —lágrimas secas pintan mi rostro.

Escucho el pasar del cerrojo. Estoy tan aturdida y cansada que no pude oír que venía. Mi pulso está acelerado y mi cuerpo se electrifica en alerta ante lo que viene. Se coloca justo en mi linea de visión, con esa cara de ángel e inmundo a la vez. Y pensar que me gustó la primera vez que lo vi. ¿Cómo un rostro tan hermoso, puede albergar tanta putrefacción?

—Hoy es un día especial —enuncia con evidente alegría—. Una de mis partes favoritas del cuerpo humano... irá a mi colección —inmediatamente me yergo de mi posición fetal.

—¿Por... porqué me... ha... haces esto? ¡¿porqué?!

—¿Cómo no puedes saberlo? —abre los ojos desmesuradamente en sincera confusión—. ¡Tienes tanto potencial para ser hermosa! —su expresión cambia a una de éxtasis—. Nunca había visto a tan espectacular ejemplar como tú. ¡Ohh, cuando te vi! Cuando te vi por primera vez en ese café, no sabes las miles de emociones que mi cuerpo sufrió. ¡Fue exquisito! En ese justo momento, supe que tenía que tenerte. Pero no te preocupes, ya verás, ¡serás increíblemente hermosa cuando termine contigo! —alza ambas manos con júbilo. Está loco. Es un sádico enfermo. Solo puedo fruncir mi ceño, sintiendo como algo ardiente, que quema, va en ascenso por todo mi cuerpo. Ira. Pura y simple ira.

—Eres un ¡enfermo psicópata! Juro que te ¡¡mataré!! ¡Te mataré! ¿¡Me oyes?! ¡¡Te mataré malnacido!!

—Tch, esa lengua —limpia los restos de saliva en su cara con sus delicados dedos—. No tenía pensado hacerlo pronto, pero tal vez para nuestro próximo encuentro resuelva ese problemita que tienes —masculla molesto.

Desvalida me sujeta y me inyecta el calmante, para luego colocarme sobre su hombro y llevarme al cuarto de tortura. Tumba mi cuerpo sobre la camilla y observo que hoy no tiene su bolsa de tormento, por lo que me alarmo al ver que en sustitución tiene un maletín marrón sobre la mesa de aluminio. Al ver mi estado de perturbación, sonríe.

—Oh, sí. Te dije que hoy era un día especial —abre la valija y extrae una sierra eléctrica pequeña.

—No... no por favor... —ruego— No lo hagas, por favor –impulso mis piernas y torso hacia arriba en un intento fallido de soltarme—, por fav...

—Ya hemos hablado de esto —vuelve a insertar el odioso algodón con olor a alcohol en mi boca—. Ahora, mientras me preparo voy a contarte una pequeña historia —dice eufórico—. Había una vez, un niño muy introvertido que tenía una madre muy hermosa, pero que tenía baja autoestima y era infeliz. Se quejaba de que los hombres no la querían, y se preguntaba porqué aquellos que llevaba a casa, siempre preferían a su hijo, y a ella no. No llegaba a comprender tal situación, ya que todos la llenaban de versos y melodías sobre lo hermosa que era, como una diosa. El niño tampoco lo entendía, y como no le hacia ninguna gracia que lo prefirieran a él, comenzó a preguntarse ¿qué era la belleza? Porque si no era algo físico, ¿entonces qué era? —sus facciones se retuercen mientras cuenta esta desdichada y asquerosa historia—. Desde ese día en adelante, el niño decidió buscar la respuesta a su interrogante. Gastaba sus días observando a las personas en su diario caminar. Habían de muchos tipos, pero lo que mas le llamó la atención, fue una chica que no tenía pierna y que sufría de quemaduras en todo su cuerpo. Estaba acompañada de su pareja e hijo, ella con una sonrisa en sus labios y unos ojos que transmitían algo que nunca logró descifrar; algo que su madre y él mismo carecían. El niño tuvo una idea desde ese entonces, que duraría muchos años. Hasta que un día, en un café cualquiera, se encontró con unos profundos ojos miel de una muchacha que eran exactamente iguales a los de su madre.

»¿Ahora entiendes, pequeña?

Sin esperar alguna contestación de mi parte, coloca la sierra eléctrica un poco más arriba de mi pie sintiendo el metal frío.

Escucho el encendido de la sierra, desgarrando y cortando.

Trozos de belleza [COMPLETA] Where stories live. Discover now