Introducción

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24 de diciembre de 2013. Boston

«Son las 12 de la mañana del 24 de diciembre, falta un día para Navidad. Camino por la calle tranquilo, con la cara desencajada y la mirada perdida. Todo parece que va a cámara lenta. Miro hacia arriba y veo cuatro globos de color blanco alzarse alejándose hacia el sol. Mientras ando escucho gritos de mujeres y noto cómo la gente a lo lejos no para de mirarme. A decir verdad, me parece normal que me miren y griten, al fin y al cabo, estoy desnudo, cubierto de sangre y llevo una cabeza entre mis manos. La sangre ya está casi seca, aunque la cabeza aún sigue goteando lentamente. Una mujer se ha quedado paralizada en mitad de la calle al verme. Casi suelto una carcajada al ver cómo se le cae la compra al suelo.

    Todavía no me puedo creer lo que hice anoche, aunque en el fondo, tengo una sensación de tranquilidad y paz interior, que jamás había tenido. Es extraño, pero es la verdad.

Miro de nuevo a la mujer, y sigue quieta, inmóvil. Le dedico una sonrisa de oreja a oreja y veo cómo empieza a temblar. Dios, qué bueno soy.

Recuerdo con nostalgia los tres meses que me he pasado ensayando la mirada perdida delante del espejo. Día sí, día también, cuatro horas diarias de ensayo. Me satisface pensar que soy autodidacta, pero supongo que es la semi falsa sensación de autorrealización que sienten todos los que se proclaman autodidactas. Siempre se me ha dado fatal la interpretación y nunca he sabido mentir. No supe hacerlo ni tan siquiera cuando le dije a ella, a mi todo, hace tantos años, el motivo por el que íbamos a aquel sitio en mitad de la noche. Me encantaba su sonrisa, y su mirada era una auténtica perdición. No se le podía mentir a esa mirada. Podría haber estado toda una vida observándola mientras amanecía, mientras los rayos de sol iluminaban su pelo, y mientras abría los ojos y me sonreía al despertar.

En mi silencio interno, empiezo a escuchar de fondo las sirenas de la policía y, poco a poco, empiezo a escuchar todo lo demás: el caos de la gente, bebés llorando, pasos a toda velocidad.

Me quedo inmóvil, suelto la cabeza de J.T. y sonrío a los policías mientras se acercan rodeándome y apuntándome con sus armas. Me arrodillo en el suelo y, antes de caer inconsciente por un golpe en la cabeza, solo tengo tiempo de decir»

—Falta un día para Navidad.

El día que se perdió la corduraWhere stories live. Discover now