Capítulo 27

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Zenda me enseñó muchas cosas durante el corto lapso en el que vino a iluminar mi vida:

La primera consistía en mostrarme que no éramos los únicos seres que importaban en el universo; existían Dioses y algunos que otros como nosotros pero con un destino diferente. Esos Dioses tenían sentimientos, pero también podían llegar a ser odiosos.

En la segunda de ellas me había enseñado una nueva forma de amar, sin barreras y sin prejuicios ya que el tiempo que pasara junto a alguien no importaba, lo que realmente importaba era ver el lazo que unía un corazón con el otro.

Zenda me había dejado muchas enseñanzas, pero lo que me encantaba de ella, era su forma de ver el mundo, la forma en la que le sonreía a todo lo que lo componía. Ella pintaba el mundo como si fuera lo mejor de su vida, apreciaba cada cosa por muy pequeña que fuera incluso si no era indispensable para la vida.

La chica de cabello oscuro observaba todas las noches el cielo, se quedaba un momento en silencio y después iba a la cama para descansar. Un día me había dicho que no era dar gracias por lo que tenía, sino que daba gracias por lo que los Dioses le daban a los demás y como conjunto, lo que ella podía ofrecerles a los demás.

Zenda solía pedirles fuerza a los Dioses cada vez que quería hacer algo difícil como cambiar un foco o matar una araña. Esta chica podía estar muy feliz en un momento revolcando su cuerpo en el césped y al rato se quedaba estática contemplando una flor diminuta y contándome lo preciosa que era incluso con sus débiles raíces que representaban vida en un mundo tan grande.

Lo que más le gustaba era gritar, decía que una vez que lo hacía podía sentir el eco resonar en todo el universo y en algún lugar remoto hacía temblar a algún animal, por lo general un pájaro.

Decía que escuchar música la hacía sentirse en otro mundo, casi como si flotara de planeta en planeta, como si pudiera adentrarse en el cuerpo de la persona que emitía la voz y sentir su corazón palpitar y su boca resonar.

Cuando tomaba mi mano me apretaba fuerte pues decía que el pasto se despegaba de sus pies y después sentía rodar cuesta abajo por un barranco.

Al dormir siempre me observaba durante mucho tiempo, como yo a ella y después sonreía y me decía que era una noche maravillosa para quedarse sumida en un sueño profundo.

Y justo en este momento ella se encontraba en la orilla de la montaña con los brazos abiertos apreciando el aire con los ojos cerrados.

– Vuelo. – habló mientras la observaba. – Lo extraño es que no me elevo, sino que voy de caída, pero mi caída no parece tener fin realmente.

Zenda podía llegar a ser rara algunas veces, pero sin duda me encantaba cómo era ella, tan única y sin coherencia algunas veces.

La amaba, pero no podía decirlo, no todavía.

Por suerte, ya no habíamos tocado el tema del tiempo, pero incluso con eso implícito, sabíamos que ya habían pasado tres días. Zenda se esforzaba en dejarme todos los conocimientos que podía, incluso a veces sentados frente al fuego me explicaba cómo de aburrida era la vida arriba y cómo a veces parecía demasiado emocionante.

Había dicho que arriba no era su hogar, pero que en el mundo humano se sentía completa, como si junto a mi corazón pudiera vivir por algunos años más.

También me contó que morir no le aterraba, simplemente tenía curiosidad por saber qué seguía después como todos los humanos.

El tiempo que pasábamos juntos ya no consistía en silencios pues Zenda siempre tenía algo qué decir.

La chica del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora