Legal y oficialmente, muerta

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Pocos minutos antes de las dos treinta de la madrugada del domingo, cincuenta y cuatro horas después de que comenzara el motín, todo acabó; el grupo táctico especial de la policía y el comando antimotines entraron juntos al penal, con la consigna de restaurar el orden dentro del pabellón femenino de máxima seguridad, autorizados a recurrir a cualquier método que fuera necesario. Las reclusas no se lo pusieron fácil, por supuesto, y aquello estuvo a una milimétrica nada de convertirse en una masacre.

Con las primeras luces del día, tras  recorrer y revisar cada rincón del pabellón, las autoridades del penal dieron el primer informe sobre la revuelta: seis guardiacárceles con lesiones y heridas de distinta consideración; un integrante del equipo táctico y dos del antimotines con heridas graves, y otros cuatro con lesiones leves; ocho reclusas muertas, incluidas Narváez y otras tres cabecillas no identificadas, quienes habían provocado un enfrentamiento a balazos dentro del pabellón, contra las fuerzas que ingresaron para restablecer el orden; una veintena de internas con heridas de todo tipo, y el resto de la población involucrada, intoxicada por el monóxido de carbono generado por los incendios. Dos de las fallecidas, fueron encontradas entre los restos humeantes de la "fogata" provocada por "el clan de las nueve" a mitad del pasillo, y sus cuerpos se hallaban totalmente calcinados, lo que hacía prácticamente imposible su identificación; iba a ser necesario cotejar datos mediante estudios de ADN para poder identificarlas. Los destrozos dentro del pabellón, especialmente en el mobiliario, eran cuantiosos, y llevaría al menos un par de meses conseguir que la unidad volviera a ser habitable; las reclusas alojadas en el área de máxima seguridad, serían distribuidas en distintos penales del país.

Eso era todo. Narváez había conseguido vengarse de quien había asesinado a su hijo, pagando, con su vida y la de tres de sus socias en el motín, el negarse a deponer las armas que tomaran luego de reducir a los guardiacárceles; el resto de las cabecillas, las que no estaban heridas o requerían de algún tipo de atención médica, fueron repartidas esa misma mañana entre varias comisarías de la zona, desde donde luego serían trasladadas a su nuevo destino, a la espera de ser enjuiciadas por los delitos de sublevación contra las autoridades del penal, motín, lesiones gravísimas y asesinato en banda, entre otros cargos. Nuestra querida compañera Marta Galindo, aquella mujer que me cobijó bajo el manto de su sabiduría desde el mismo día que puse un pie en aquel condenado penal, había sobrevivido; pero, se había quedado completamente sola.

Cuando se oyó el impresionante estruendo, provocado por la voladura de la reja que guardaba la entrada al pabellón, Vanesa no había dudado ni por un segundo: cogió por un brazo a la ya entrada en años mujer, y la arrastró alejándola de la hoguera tras la cual aún me encontraba yo, empujándola después sin el menor cuidado hacia dentro de una celda que estaba vacía, y cerró la reja para que nuestra amiga no pudiera salir.

—Métete bajo la litera, y espera hasta que "la yuta" venga a abrirte —le había dicho Vanesa a Marta, refiriéndose a que se quedara allí hasta que algún uniformado viniera a abrir la celda; la mujer mayor obedeció, sabiendo que la chaqueña regresaría para ayudarme a sortear el fuego.

Vi aparecer a mi compañera, segundos antes de descubrir al de los cuerpos especiales acercarse sigilosamente a mis espaldas, y grité fuerte su nombre, al tiempo que ella gritaba también el mío para llamar mi atención; nos miramos a través de las llamas que se alzaban entre ambas, y creo que las dos pensamos en lo mismo: tenía una sola oportunidad de salir con vida de esa jodida situación, y era a través del fuego que se interponía en mi camino. No lo dudé; ¡y qué bueno que no lo hice!, porque aquel maldito desgraciado hijo de una gran puta ni siquiera me dio la voz de alto. Mientras giraba buscando con la mirada el sitio por el que me iba a lanzar al fuego, por el rabillo del ojo alcancé a ver cuando el fulano acomodaba el fusil para disparar, y un segundo después, una bala de grueso calibre agujereó la camiseta que llevaba, rozándome las costillas; no sentí la quemazón del balazo sobre la piel, tenía ante mí, y todo a mi alrededor, un manto de fuego que me envolvía.

Promesas falsas // Disponible en físico y ebookOù les histoires vivent. Découvrez maintenant