El sonido de los vidrios romperse al estallar contra la pared de ladrillos desnuda hubiera perturbado a cualquier persona que se encontrara en los al rededores. Pero en este caso no era así. Por extraño que pareciera, aquel sonido le relajaba en sobremanera. No solo aquel, sino cualquier sonido que le recordara al caos y al desastre. Que le recordara o tuviera alguna similitud con lo que oía en su cabeza constantemente. Esa clase de ruidos no le molestaban, ¿Cómo se podría perturbar algo que ya lo está desde hacía rato?
En cuanto el silencio gobernó el lugar una vez más, volvió a oír los gritos en su cabeza. Volvió a ver a su alrededor todas las almas que había tomado en un intento de calmar su interior. Siempre estaban allí, con él. Todo el tiempo. Le parecía irónico que luego de haber hecho lo que su subconsciente le pedía, lo que le atormentara no fuera el interior, sino el exterior. Su exterior. Estos parecían confabularse como mejores amigos con la mera intención de atormentarle.
Pedía, a veces de a gritos, a veces de a susurros; entre el llanto, que le dejaran en paz. Que dejaran que el silencio abarcara su cabeza. Y ellos parecían burlarse de él.
Volteó hacia su derecha con intenciones de tomar lo que fuera que estuviera a su alcance y deshacerse de él, pero, para su sorpresa y desagradado, ya no había más. No había nada. Y aquello tan solo logró enfurecerlo aún más. Su cara se tornó aún más roja y sus ojos, llorosos, se hallaban de la misma forma. En un arrebato, golpeó la pared con su mano formada en un puño, logrando que esta se inundara del mismo color que su rostro. En aquel arrebato de furia que solía frecuentarle, apenas sintió dolor. Ya nunca lo hacía, al menos no dolor físico, ya nada podía igualar el dolor que le abarcaba al oír aquellas voces burlonas en su cabeza.
En aquella habitación de aquella casucha en medio de la nada, para cualquiera hubiera reinado el silencio, para él, reinaba el dolor y el sufrimiento. Y, de entre todos los gritos, pudo oír con mayor nitidez su voz. Ella. Le hablaba con tranquilidad, lento y pausado. La adoraba. Parecía ser la única de todos ellos que no deseaba hacerle mal en ningún aspecto. Llevaba con él durante años, pero, a su pesar, no se hallaba siempre presente. Solía irse por días, le abandonaba y luego regresaba, como si nada a traerle esa paz momentánea.
Al voltearse, le vio sentada sobre la cama, piernas cruzadas y sus manos apoyadas sobre estas. Todo en ella irradiaba paz. Demasiado pura y perfecta para él. Su vestido blanco parecía de lo más celestial y, al estar ella, todo lo demás le parecía inmundo. Nada ni nadie parecía estar al nivel para estar ante su presencia. Muchísimo menos él, con aquel aspecto deplorable, ropa sucia, manos manchadas de sangre propia, pero, aún más importante, de sangre ajena. Había intentado lavarla, y físicamente la sangre ya no estaba allí, pero sabía muy a su pesar, que jamás podría estar limpio. Ya no más. Había manchado algo más allá de su piel, más allá de sus ropas, de sus zapatos o siquiera de su cabello. Había manchado su alma, sus pensamientos. Y eso jamás podría limpiarlos. Tal vez no todos podrían verlo, ¿pero qué importaba? El si lo hacía.
Ella no dijo una palabra. Se mantuvo en un silencio imperturbable frente a él, mirándole con aquella expresión de paz constante. Pareciera que ella no supiera lo oscuro de su interior. Por eso le brindaba mayor paz.
Al verle ahogarse en llanto, ella alzó su mano en su dirección y acarició su mejilla levemente. Haciendo caso omiso a su temblorina y jadeos de tristeza. Aún a lo lejos pudo oír las voces en su cabeza intentando tomar el control de la situación una vez más. Pero parecían ya no tener poder.
—Ven conmigo. — Aquellas habían sido las únicas palabras que parecía animarse a decir. —Déjalo todo atrás, y ven conmigo.
Su voz, tan celestial y tranquila, lograba acallar a las que habitaban su mente; que, al oírle decir aquello, enloquecieron aún más. Aquello significaba perder poder para ellas. Y para él, significaba al fin silencio y paz.
¿Por qué no se le había ocurrido con anterioridad? Tal vez porque las voces abordaban su cabeza con efusividad y no le permitían pensar de ninguna otra forma más allá de lo que ellas mismas le decían. Y ahora, gracias a ella, sabía exactamente lo que debía hacer. Debía ir con ella. A donde fuera que le llevase.
En un arrebato de los que le caracterizaban, se dio la vuelta y rebuscó en el suelo sonriendo torcidamente, en cuanto sus ojos vieron aquel trozo de vidrio lo suficientemente grande que yacía en el suelo luego de su anterior ataque.
Corrió hacia este con paso apresurado y lo tomó entre sus manos sin protección alguna. Pudo sentir los bordes de este cortando su mano, pero ya no le importaba. Ya todo iba a estar finalmente bien para él. Todo iba a ser paz. Alzó este a la altura de su pecho y dibujó suavemente una especie de círculo sobre su piel, como si tratara de tomar valor para aquello. Levantó la mirada una vez más hasta encontrarse con aquellos ojos que le brindaban paz.
Y, entre llantos de una felicidad que él creía ya infinita, clavó el vidrio en su pecho sin titubear y con rapidez. Encargándose de retorcer este para al fin poder acabar con todo aquello. Una expresión de paz se instaló en su rostro al caer. Pero, incluso luego de todo el sufrimiento en vida, del ruido que había provocado su mente, del desastre que había provocado él, del otro lado, la verdadera pesadilla comenzaba; y, por primera vez en años, las voces parecían ser sus mejores amigas.