Capítulo 7 - La Razón

233 48 38
                                    

Aunque aquel soporte férreo de percha rota y oxidada no llegó a traspasarme ningún órgano vital, y aunque la propia herida estaba completamente sanada para cuando desperté, sí notaba mis sentimientos realmente dañados por lo ocurrido.

Angustia, intranquilidad, arrepentimiento, confusión... fueron algunos de los estados de ánimo que me asaltaron durante las tres siguientes semanas; una época dura en que mi sire apenas reparó en mí. No me dirigía la palabra más que lo mínimo, no aceptaba mis acercamientos sexuales ni se me ofrecía, no me regalaba muestras de cariño ni se dignó a iluminarme con algún retazo de su secular sabiduría cainita.

¿Tanto le dolió que le hiciera burla con el tema de un posible enamoramiento con Lobo, usando el cariñoso apelativo que aquel usaba para referirse a él?

Durante ese tiempo, empecé siendo una especie de cachorrillo temeroso que sigue a su madre por toda la guarida, arrastrándose y tratando de llamar su atención desde una indigna dependencia lastimera. Pero, al cabo de una semana, mi patético malestar fue sustituyéndose por rabia; sobre todo porque el hambre me asaltó con virulencia y tuve que salir a cazar.

Busqué al facha dependiente por si había retornado pero, mala suerte, no coincidí con él. Un adolescente recién duchado y perfumado fue mi primera víctima; no tendría más de quince años. Probablemente había quedado tarde en la noche para verse en privado con su pareja e intimar más por primera vez, pues su sangre me deleitó con el aroma de una virginidad indeseada que pensaba aniquilar. No lo maté, tanto por miedo a la Bestia como por respeto a mí mismo y a mis deseos de no convertirme en un asesino en serie.

Cada pocos días (dos, cinco... según mi cuerpo aguantase) volví a salir a buscar sustento, y nunca me dejé dominar por mis bajos instintos más allá de donde yo mismo deseaba. No dejaba rastros de heridas, y aprendí rápidamente a provocarles una amnesia temporal que, junto con el mareo proveniente de la debilidad a causa del desangramiento, no pudiera explicarse por causa del alcohol, una bajada de tensión o la incubación de algún resfriado o similar.

Casi siempre los buscaba jóvenes, sanos y de buen ver. ¿Por qué? Me pregunté en alguna ocasión. Quizá tuviera que ver con mi primaria orientación sexual de cuando era humano, que implicaría por siempre una insuperable atracción por la belleza masculina y por el turgente sabor viril de sus variados fluidos vitales. Léase que no me limitaba a tomar su plasma bermejo, sino que hice mi deleite de la obtención (y remarco, la obtención) de su más íntima ambrosía.

Cierto que, comparado con un buen sorbo de sangre, la voluntaria descarga no era más que un aperitivo y, por ello, si deseaba mantener mi hambre a raya a base de este manjar, debía asaltar al menos a cinco o seis jovencitos que satisficieran mi estómago. A algunos, los más enardecidos, podía sacarles dos o incluso tres dosis antes de permitir que se alejasen hacia la seguridad de sus anodinas vidas mortales, bamboleándose tanto por el placer sobrehumano como por la influencia mental a la que les sometía para no recordar más que un borroso encuentro en las sombras que siempre ansiarían repetir.

Umbra pintaba sombrías y lacónicas representaciones poéticas de cualquier bodegón mental que tuviera en mente, y desaparecía a menudo para llevar a cabo sus recados, quehaceres o labores, ya fueran asuntos particulares u obligaciones dentro de la propia Camarilla. Seguía enfadado conmigo, pero puedo asegurar que le notaba igualmente molesto consigo mismo; y, pese a ello, solía controlarme para confirmar que me había alimentado y que llegaría a tiempo al refugio antes del amanecer.

De alguna manera, me fui acostumbrado a este trato; creí que lo mío con mi sire (fuera lo que fuese) había llegado a su fin. No tenía muy claro si esto había sido una relación de amantes, padre e hijo, maestro y alumno, señor y lacayo... o amo y esclavo; o quizá un poco de todo. Pero lo cierto es que, sentí un profundo alivio aquella tercera semana cuando, sin venir a cuento, Umbra se me acercó mientras yo miraba noticias en el nuevo smartphone que me había agenciado y me puso la mano sobre la testa, entrelazando sus finos dedos ente mi cabello y acariciándome con indudable aprecio. —Buenas noches.

Bane, el VampiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora