Tenerife

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Puso un pie en tierra firme a las once de la noche hora insular. Agobiado —era demasiado tarde y no tendría lugar donde pasar la noche en el caso de que no consiguiera localizar a Agoney—, bajó del avión a toda prisa con su mochila a cuestas, golpeando a algún que otro pasajero y ganándose numerosas quejas en el proceso.

La situación —o más bien, su desquicie y poca paciencia— le había obligado a coger un avión de última hora, por lo que no tuvo más opción que la de volar hasta el aeropuerto del norte de la isla a pesar de que su destino estaba en el extremo contrario. Barajó la posibilidad de alquilar un coche, pero ni él mismo sabía cuanto tiempo pasaría allí como para arriesgarse. Finalmente, se decantó por pedir un taxi, dispuesto a sacarse un riñón con sus propias manos para pagarlo si se le fuera de presupuesto. Por suerte, no le hizo falta.

Su camino, al parecer, desembocaba en una urbanización muy cercana a la costa. Aunque estaban en pleno julio, las palmeras que rodeaban aquel complejo de edificios se contoneaban al son de una fresca brisa marina que provocaron en Raoul una tórrida sensación de familiaridad, a pesar de no haber pisado nunca antes la isla.

Con un paso decidido que se fue aflojando conforme se acercaba al portal del supuesto hogar de Agoney, se plantó delante de la puerta sin saber muy bien qué hacer. Tenía las notas del móvil abiertas, mostrándole el documento donde había apuntado la dirección exacta. Sólo tenía que pulsar el botón del portero y esperar a que alguien contestara, pero su mano libre, con la que no sujetaba el teléfono, únicamente se veía capaz de realizar una tarea: temblar. Ese seísmo interno, que se fue propagando por el resto de su cuerpo, consiguió que se quedara petrificado durante lo que parecieron horas —quizás, unos cinco minutos— sin que él pudiera hacer nada por remediarlo. Cuando parecía que la sangre estaba volviendo a fluir con normalidad hacia su cerebro, el destino le regaló una casualidad más de la vida, que se le estaban acumulando por momentos.

La puerta del bloque se abrió, dejando ver tras ella a una chavala cuyo rostro le pareció conocido incluso en la oscuridad de la noche, ya bien entrada, que se cernía sobre el pueblo. La chica, claramente recién duchada —mechones de pelo castaño mojados se apelmazaban en su cabeza—, se quedó inmóvil en cuanto le vio. Sus ojos reflejaban algo parecido a desconfianza, pero Raoul decidió interpretarlo como duda. También mostraban cansancio.

- Buscas a Agoney, ¿verdad? —le preguntó al cabo de un rato, todavía apoyada en la puerta semi-abierta, ya que el recién llegado no parecía tener intención de tomar la iniciativa. Raoul se limitó a asentir, temeroso de que los nervios le traicionaran y al abrir la boca no consiguiera musitar si quiera un simple ""—. ¿Quién eres?

- Raoul.

La chica le miró con una exasperación tan propia de Agoney que quiso abalanzarse sobre ella para echarse a llorar entre sus brazos.

- ¿Mundialmente conocido o qué? Arranca muchacho, dime algo más. Me suena tu cara pero no consigo ubicarte.

Por su postura corporal, estaba claramente a la defensiva. Raoul lo había notado desde el primer momento, pues todavía estaba medio escondida en el portal para salvaguardar una distancia prudencial. Él, inofensivo, apenas un metro sesenta y poco de estatura, decidió mostrarse más participativo para ganarse su confianza. En otras palabras, fue directo al grano.

- Soy su novio.

Aunque seguía mirándole extrañada, pareció bastarle con aquella respuesta. Por fin, se acercó a él, soltando un suspiro antes de continuar hablando.

- Me lo imaginaba. Has tardado en venir, ¿eh? —le zarandeó, dándole dos besos en las mejillas que Raoul no correspondió. No se lo veía venir y todavía estaba demasiado rígido como para comportarse como un ser humano normal. Menuda primera impresión—. Todavía no está en casa—. Pasó por su lado, dejándole a atrás, y comenzó a andar directa hacia los aparcamientos—. Ven conmigo, te llevo.

EpistolarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora