Alas

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La vena de la frente de David palpitaba alarmantemente. Salió del despacho de su padre, enfurecido.

Las cadenas de sus pantalones tintineaban al ritmo de sus pasos, y sus botas golpeaban los pasillos alfombrados de su casa. Se encerró de un portazo en su habitación.

Su padre había cancelado otro de sus planes. David no iría al recital de piano que tanto había esperado.

"No te he matriculado en la mejor escuela de Oriente para que pierdas el tiempo en algo tan inútil como la música, hijo."

—¿Dejará alguna vez de tomar decisiones por mí? —pensó en voz alta, y se le quebró la voz.

Miró el encaje dorado del dragón de la pared, y fugaces pensamientos cruzaron su mente. ¿Cuánto podía valer todo aquel lujo si la base de la felicidad de su padre era la codicia? Aquella fortuna... era más bien una maldición.

Rodeados de sonrisas falsas, de gente convenida e hipócrita. David quería triunfar o fracasar por lo que él era. Quería tomar las riendas de su propio futuro, no viviendo por alguien más.

Dio brutos puñetazos a la pared, abriéndose las cicatrices de nuevo. Eso era él, un dragón encerrado en una jaula de oro.
Ciego de rabia, David no sentía dolor, mas era consciente de que no podía mover bien los dedos por los golpes.
Había dañado lo que todo pianista debía cuidar, las manos.

No era capaz de serenarse, la oscuridad lo corroía por dentro. Había llegado a su límite y tocado fondo.

Se agachó, temblando en un rincón.
No podía respirar bien y, cuando estaba al borde de un ataque de ansiedad, una mano intangible cubrió sus nudillos sangrientos.

—Tranquilo —dijo la criatura, sin formular palabra, pero su voz brotaba de lo más hondo de su mente y de su corazón.
Era como si se comunicara a través de ideas, una melodía sin letra.

David no pudo contener las lágrimas. El ser estaba agachado a su lado, a medio metro de distancia. A juzgar por la longitud de sus piernas dobladas, era muy alto. Era enorme.

Perdería el tiempo intentando reflejar la belleza de esa criatura bajo palabras humanas. Pero qué menos pudo hacer David, que un intento de guardar aquel encanto celestial bajo términos mortales, de asimilar tanta belleza sin perder el juicio, de inmortalizarla en letras.

No podía dejar de observar aquel ser sublime. David lo miraba como un ciego contemplaba el mundo por primera vez. Los ojos de la criatura, electrizantes como nubes de tormenta y misteriosos como la niebla, mantenían una mirada pesada como el metal.
Ni negro, ni blanco; gris era su color.

La habitación parecía tener un matiz diferente desde su aparición, tal vez por la luminosidad que irradiaban sus alas. Lejos de tener plumas, más bien estaban hechas de luz, una luz que poseía la calidez de los rayos solares y el encanto de la luna.

David estaba perdiendo el conocimiento, el aura del ángel era demasiado poderoso para él. Antes de que cerrara los ojos, guardó en su corazón un tacto aterciopelado.
Había caído en sus brazos.

[...]

—¿Crees que existen los ángeles guardianes, David? —preguntó
Jake, su compañero de laboratorio.

—No —David esbozó una sonrisa burlona—. ¿Tú sí?

—Ajá —Jake asintió, convencido.

—Si eso es cierto, implicaría la existencia de los demonios —dijo David—, lo que significaría la presencia de Dios, y la inexistencia de la barrera que separa la ficción de la realidad que conocemos. ¿De verdad quieres eso?

—Su existencia no depende de que lo queramos o no —respondió Jake.

—Realmente me da igual si existen o no, tanto ángeles como demonios, y desde luego no necesito creer en ningún Dios. Además, debes entender que no hay ninguna evidencia que soporte su existencia...

—Solo la imposibilidad de demostrar su inexistencia.

—Que pueda existir no significa que exista. La teoría de cuerdas, el multiverso, Dios, ¿cuál de ellos? —David suspiró—. No he visto nada aún que me haga dudar de mi realidad.

—Una experiencia sobrenatural, una sola evidencia, bastaría para tambalear toda tu realidad —comentó Jake.

El profesor llegó.
No volvieron a hablar del tema.

Cuaderno agridulceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora