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      Nos dirigimos en el camión de encomiendas hacia el oriente de la ciudad. De pronto, la calle se hizo de subida, la cordillera se veía cada vez más cercana, como una muralla gigante. Preferimos detenernos y subir caminando las últimas cuadras. Todavía el calor de la mañana era inofensivo y no nos molestó caminar. Habíamos seguido por avenida Larraín hasta que terminaba a los pies de la montaña. Pasamos un parque municipal. Un poco más arriba nos detuvimos al frente de una casa vieja y oscura, como de mansión de horror, que contrastaba con las otras casas bonitas de los alrededores. En el patio, entre los árboles y vegetación que nadie cuidaba, vimos a muchos gatos que se paseaban como los dueños del lugar. Charo abrió la reja del antejardín y la seguimos. Golpeamos la puerta, pero no hubo respuesta. Por un momento pensé que encontraríamos muerta a la tía Solícita. Imaginé que los mismos gatos la habían atacado y devorado, como en una película que vi en el cable una noche. Entonces, desde atrás, escuchamos un «adelante». Rodeamos la casa por un caminito. En el patio encontramos a la tía Solícita, sentada en un sillón de mimbre con almohadones, rodeada de más gatos. Enseguida reconoció a Charo y nos hizo sentarnos alrededor de su sillón. Hasta allí llegaba un rayo de sol, entremedio de los árboles y de las telarañas. Era una mujer vieja la tía Solícita. Dijo:

      –Me vengo a sentar aquí en las mañanas para calentar los huesos. 

      Todos asentimos encontrándole la razón. Charo se encargó de llevar la conversación.

      –Queríamos saber de Cacho, su sobrino, necesitamos hablar urgentemente con él. 

      –¿Cachito? –dijo ella–, qué excelente me salió mi sobrino, ni parecido al resto de la familia, incluso ni parecido a mi propio hijo que nunca viene a visitarme. Me dejaron en esta casa sabiendo que no puedo bajar el cerro. Tengo una vecina que me compra todo, pero imagínese, el día de mañana me enfermo y hasta ahí nomás llego. 

      –Perdido está su sobrino, nadie sabe de él –dijo Charo.

      –Así es Cachito, muy poeta para sus cosas eso quiere decir que tiene sus días buenos y sus días malos.

      –¿Sabe dónde podemos encontrarlo entonces? –preguntó Charo.

      –Viene cada cierto tiempo, nunca falla, me trae El Condorito, que es la única revista que me gusta leer.

      –¿La visitó hace poco?

      –Mi memoria no funciona mucho. Tres o cuatro días atrás vino. 

      Todos reaccionamos cuando escuchamos a la tía Solícita. Charo volvió a preguntar:

      –¿Le diría dónde estaba?

      –Cachito es muy reservado. Su vida es su vida. Pero a mí no me engaña, lo conozco de niñito. Lo noté deprimido y cansado. Por lo tanto, debió hacer lo que se hace cuando uno se siente cansado de la vida. 

      –¿Suicidarse? –dijo León. Todos lo hicimos callar.

      –Cuando eso ocurre –siguió la tía– se vuelve al lugar de donde salió. Por ejemplo, esto es La Reina Alta, en este sector de la ciudad nací yo, y aquí me voy a morir. Antes no llegaba nadie, ahora está lleno de casas grandes y bonitos autos. Desde aquí mirábamos hacia abajo a Santiago, como si fuéramos una ciudad aparte.

      –¿Y de dónde salió Cacho Ramírez? –preguntó Charo apurando a la tía Solícita. 

      –¿Nunca les habló Cachito de su pueblo natal? Como les dije, mi sobrino es muy reservado. Vivió toda su niñez y adolescencia en un pueblo del Cajón del Maipo, antes de que allí también se llenara de parcelas y cabañas de arriendo. En San José lo conocían todos porque era el arquero del equipo del pueblo.

      –San José –repitió Charo.

      –Allá vivía su mamá. Para los cumpleaños y fiestas nos visitábamos. Pero ahora no bajo de aquí del cerro, la única forma que lo haré, seguro, será adentro de un cajón con flores a los lados. 

Quique Hache, detectiveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora