Capítulo 2

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«Enamorarse del diablo puede ser doloroso.»

―Josh

Hay cosas peores que desaprobar una materia. Si no me creen, entonces es porque jamás han sido humillados públicamente por quien ustedes creyeron que sería el amor de su vida.

Sí, el amor de mi vida. Como si esas cosas sucedieran...

Todavía con los ojos empañados, y un nudo formado en la garganta, caminé por el largo pasillo de la preparatoria. Puedo decir que, por primera vez en la vida, realmente caminé por este lugar. Nadie me empujó, nadie me arrastró, nadie intentó atravesarme. Y es que, probablemente, era el único fuera de clase. Y es que también, por primera vez en mi tiempo de estudiante, estaba haciendo algo contra las reglas.

Siempre había una primera vez. Incluso para que te rompan el corazón.

―Lo sabía ―murmuré cerrando mis puños con fuerza―. Claro que lo sabía ―reafirmé dejando que mi frente chocara contra la metálica y fría puerta del casillero.

Desde hacía años que lo sabía, incluso desde antes que ella pusiera su mirada en mí. Jennifer Whitney no era la chica indicada para mí. ¡Y maldita sea que lo tenía claro! Era tan sencillo como la regla de tres simple. Ella jamás se fijaría en mí. El sabelotodo que no habla más que para responder una pregunta del profesor. Ese era yo. ¿Y ella? La chica más linda de todo el Estado de Castacana.

¡El mismísimo diablo vestido de ángel!

¿Por qué me había enamorado de ella? Hacerme la pregunta una y otra vez no me ayudaba a encontrar la respuesta.

Podía decir que me había comenzado a gustar el primer año de preparatoria, cuando ella fingía no escuchar los hirientes comentarios que se decían sobre su vida, pero que yo podía ver que le afectaban tanto como si le estuviesen atravesando su débil cuerpo. O quizás me habían gustado sus enormes ojos grises azulados y sus pestañas largas y curvas. O tal vez eran sus hoyuelos los que me atraían más, esos que se formaban en sus mejillas cada vez que reía con sinceridad. O a lo mejor era toda ella la que me gustaba. No sabría decirlo específicamente.

Pero maldita fuese la hora en que una parte suya me había parecido merecedora de mi atención. Jennifer estaba y siempre estaría fuera de mi camino, tanto así como yo del suyo.

Ella parecía de otro mundo, uno en el que no había espacio para chicos que lloraban ante el mínimo intercambio de palabras.

Deteniéndome a mitad del camino, al recordar que todavía seguía con mi vista húmeda, me saqué las gafas y limpié los vidrios de estos. Luego carraspeé para quitar lo que se sentía como angustia atascada por encima de mi tráquea y me fregué los párpados. Recién entonces volví a ponerme los anteojos que me habían acompañado desde pequeño e hice mi parada obligatoria en la zona de los casilleros.

Si me iba a saltar una clase, al menos ocuparía el tiempo haciendo los deberes de otra materia.

Abrí mi casillero, saqué mis libros de Literatura y me dirigí a la biblioteca. No tenía caso que fuese a la clase de Historia si no tenía mis cuadernos y libros de esa materia, y tampoco tenía caso que volviera al salón. Quiero decir, estaba seguro que las risas serían más estruendosas al ver entrar al niño llorón. Y por supuesto, no tenía ganas de recibir otra palabra más de Jennifer.

Ella estaba lejos de ser mi chica y, aunque no quise asumirlo cuando me insultó frente a toda la clase, era hora de olvidarme de ella.

Jennifer era a quien debía evitar a toda costa.

Para siempre.

Hay planes que fracasan por más que uno ponga todo su esfuerzo. Bueno, mi último plan fue uno de esos.

Solo la palabra evitar hizo que, durante el resto de la mañana, todos mis pensamientos se centraran en Jennifer. Si tenía que evitarla, tenía que recordar los lugares a donde solía ir ella para, de ese modo, no ir yo y terminar encontrándonos. Aunque... ¿qué más daba? Lo más probable era que ella siguiera ignorándome como siempre lo había hecho.

Supe que mi plan había fracasado cuando, a pesar de haberme movido por los pasillos más alejados a donde suponía que estaba ella, vi cuál era la última clase del día.

¿Perder otra clase con tal de evitarla? Sí, quizá lo hubiera hecho si esta no fuese la de Filosofía. Pero... era mi materia favorita. Y Jennifer solo era una chica que me gustaba.

Iba a haber más chicas en el futuro, ¿no?

¿Y clases tan buenas como las del profesor Hans? Lo dudaba. Y mucho.

Así que sí, terminé yendo a la última clase del día. Llegué, como siempre, primero al salón. Me senté en el banco que quedaba justo enfrente del escritorio donde se sentaría el profesor y, tratando de pasar lo más desapercibido posible, apilé los libros a un costado de mi mesa e intenté que sus lomos gordos me escondieran.

―¡Y el Oscar al mejor llanto es para...! Haz el redoble, Aaron ―oí cuando mis compañeros comenzaron a entrar.

Sí, esa era la voz de Paul. Y poco después, oí lo que parecía ser golpes de dedos sobre una mesa, imitando el redoble de un tambor. De seguro, Aaron.

―¡El Nerd! ―anunció Paul con euforia mal fingida.

Me encogí en el lugar y, por un instante, agradecí que ellos no dijeran mi nombre. Sí, sabía que se referían a mí, pero al menos si usaban apodos podía fingir que hablaban de otra persona. Y no era que me molestase ser llamado «nerd», porque realmente me enorgullecía de mis calificaciones, sino porque mi nombre en sus bocas sonaría vulgar y no quería que lo fuese.

Mi abuelo se había llamado Joshua y había sido el hombre más valiente del país, defendiendo nuestro territorio con su vida, y odiaba la idea de que su nombre fuese mezclado conmigo, una de las personas más débiles de Zendar. Si no es que la más débil.

Porque sí, yo era débil y, según parecía, nunca nadie lo iba a olvidar. No después de haberme convertido en el hazmerreír de mis compañeros.

Estúpido Josh │Próximamente en papelWhere stories live. Discover now