Cielo de Invierno (1º parte)

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«El hambre es como un oso en invierno, una bestia dormida. Crees que ya no está, que ha desaparecido para siempre y que puedes hacer como si nunca hubiera existido, como si nunca te hubiera dominado. Pero no es así y lo sabes. Y temes el día en el que la Bestia despierte, porque cuando el invierno llega a su fin, el oso abandona su caverna. Todas las bestias despiertan y tú no eres diferente a ellas. Cuando se acerque aquello que busca Ella abrirá los ojos y alzará la cabeza, y no dejará de rugir y arañar, de retorcerse, de clavarte sus garras en las entrañas hasta que le des lo que pide».

Polvo y cenizas acumuladas por el paso de los siglos se levantaron en una nube turbia cuando la losa del pozo se movió, y brillaron refractados por la luz de la luna llena. Por la pequeña rendija, asomaron unos dedos ensangrentados que, no sin esfuerzo, acabaron de apartar el mármol hasta dejar el suficiente espacio para que un cuerpo delgado pudiera salir al exterior.

El dormido alzó la mirada y buscó las estrellas. Había escuchado la llamada y había despertado. ¿Dónde estaba? No recordaba su nombre... Todavía no, pero no importaba, lo haría, tarde o temprano.

—Sangre —murmuró con una voz ronca, silenciada durante siglos. Tenía que estar cerca. De lo contrario, él no habría despertado.

«¿De verdad has despertado? A lo mejor sigues dormido. Fíjate, estás rodeado de ruinas. ¿Acaso sabes dónde estás?»

—Tengo mucha hambre —gimió, ignorando la voz de su cabeza. No le importaba dónde estaba él, quería saber dónde estaba aquello que necesitaba. Avanzó con pasos torpes, arrastrando los pies, el dolor era demasiado agudo. Sus venas se contraían y se clavaban en sus músculos como si fueran cuchillas afiladas.

—¿Qué es esto que tenemos aquí? —bramó una voz a su espalda. Se giró lentamente para ver cómo un tipo de larga barba y pelo trenzado le dedicaba una sonrisa burlona, lobuna—. ¡Un romano! Un patricio, ni más ni menos. Un jovencito sin pelo en el pecho —rio y se apoyó en el suelo, mostrando su enorme hacha manchada de sangre. Amenazador y confiado al mismo tiempo.

Cerró los ojos y lo olió, el aroma del cuero curtido, del metal sucio, el sudor de la piel, los restos de humo, el caballo... Pero bajo todo esto había otro olor, uno que le prometía calma avivando su rabia, uno que le prometía paz llamándole a la guerra. Uno que le devolvería la humanidad tras despertar a la Bestia.

—¿Has perdido algo? —continuó el vándalo, mientras caminaba hacia él en una actitud poco amistosa, o mucho, si se pensaba bien.

—Sí —murmuró. Alzó la mirada lentamente, casi con pereza, y sonrió—, pero ya lo he encontrado.

Durante dos semanas las tropas vándalas saquearon Roma. Durante dos semanas, los gritos se sucedieron, las calles despertaron bañadas en sangre y las noches se iluminaron con las hogueras. Entre todo eso, nadie se preocupó por los cadáveres desangrados que aparecían en la vía pública. ¿Qué importaba un demonio suelto cuando el mismísimo infierno se había desatado sobre la ciudad?

*

Le habían cortado el pelo con alguna herramienta que no se había inventado para ello, probablemente, una espada. Los mechones desiguales caían por su rostro confiriéndole cierto aire salvaje y sus ojos grises brillaban con la rabia encendida de una bestia enjaulada. Y, para aquellos hombres, no debía de haber mucha diferencia. Las marcas en su torso desnudo hablaban de golpes y vejaciones, demasiados para su corta edad porque el muchacho no debía tener más de once o doce años y todo parecía indicar que no cumpliría ninguno más.

Brujería... Ese había sido el veredicto final y solo había una cura: la hoguera. Y eso era así para hombres y ancianos, para mujeres y, como era caso, para los niños.

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