Capítulo 9

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Aquellamisma noche, a unas cincuenta millas del territorio del caid, dosgrandes fogatas alumbraban un campamento montado militarmente con unorden escrupuloso, y más silencioso de lo que hubiera estado detratarse de árabes solamente. No había tiendas ni equipajes paraser conducidos por camellos, ni impedimentos de ningún género queestorbasen la rapidez del viaje. Tampoco había sonidos de flautas ytambores del grupo de figuras vestidas de blanco que se veíanalrededor de la fogata más grande, detrás de la cual había unafila de caballos encogidos y unos cuantos bultos pequeños del equipodel campamento.

Juntoal fuego más pequeño, sin preocuparse de las chispas que caían asu alrededor, ni tampoco de sus dos compañeros, el encantador deserpientes se hallaba sentado mirando las llamas con una sonrisamaligna vagando en sus labios, mientras pasaba la mano, como si loacariciara, por el filo del enorme cuchillo que tenía sobre lasrodillas. Una siniestra figura a la que se adivinaba de más edad, sepaseaba inquieta de un lado a otro en el extremo opuesto, y miraba devez. en cuando con recelo mal disimulado. Recelosas también, ymezcladas con una ira que iba en aumento, eran las miradas quedirigía a su compatriota, que estaba sentado en una silla de montarfuera del alcance de las chispas del fuego, con la cabeza apoyada ensus brazos.

-"¡Gottim Himmel!" (Dios del cielo), ¡es posible -gesticulabacoléricamente-, que el trabajo de tantos años corra el riesgo deperderse por el capricho de un hombre!

Quevon Lepel le hiciera fracasar le causaba la más irritante de lassorpresas, pues precisamente se trataba del hombre que él habíaelegido entre los muchos asociados que se le habían ofrecido, por suconocimiento de la lengua del país, que le era mucho más familiarque a él mismo. Von Lepel, del que se había fiado, cuyas cualidadespara el trabajo que se le dio eran notables, iba a comprometer laempresa por una mujer.

¡Malditasmujeres!

VonLepel, capitán de caballería, y perteneciente a la'orden militar, era débil con ellas, hasta un punto inconcebible parasu compatriota, para el cual no había nada más que el "serviciosecreto" a que había dedicado por entero su vida.

Porespacio de más de un año, von Lepel no había dado señal de ladebilidad que le dominaba, y ahora, precisamente, cuando le era másnecesario, había venido a perturbarlo esta loca pasión por unamuchacha indígena, que amenazaba arruinar toda la empresa. En total,un capricho pasajero, una intriga que acabaría tan pronto comoquedara cumplido su deseo; pero por el momento era su obsesión ynada lo preocupaba como no fuera esa pasión.

Yentretanto él, Carl Rost, que en esta misión secreta en Argeliaveía el coronamiento de una vida, se había visto obligado en elperíodo más difícil y peligroso de su trabajo, a malgastar untiempo precioso, y a seguir las huellas de este militar enamoradizo... porque no quería dejarlo ir solo, pues si le era indispensable avon Lepel, también Von Lepel le era absolutamente indispensable aél. Se hallaban ambos en un momento crítico, un momento en el quela más ligera desviación del deber podía significar la esterilidadde todo lo llevado a cabo hasta entonces.

Lostrabajos realizados hasta hacía poco con tanta suerte, prometedoresde los mejores resultados, últimamente habían tropezado con seriasdificultades y verdaderas desgracias, como la de la pérdida de lacartera en Touggourt. Verdad era que los papeles estaban escritos enclave y podían pasar por notas de simples viajantes de comercio quees lo que habían declarado que eran ellos, pero aun así eso lespodía obligar a volver a Touggourt, que era una zona peligrosa quehabrían deseado evitar de ser posible. Pero no lo era. En Touggourtestaba el centro de su administración. Y ahora llevaban consigomuchos otros papeles, más importantes y más comprometedores que losque les habían sido robados. ¿Por quién? ¿Había sido por virtudde órdenes del servicio secreto francés? Para Rost ese serviciocarecía de importancia por su manera inocente y transparente derealizarlo, y en Berlín eran conocidos todos sus manejos por losaños que Creyer llevaba espiándolos. Y además tenían árabes a suservicio, y nada pasaba que no se le comunicase por esos individuos,que se valían de números para ese escrito.

El hijo del arabeWhere stories live. Discover now