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–Hola.
La niña dejó de gritar, pero no de llorar. Levantó la cabeza y se encontró con él. En
su desesperada crispación ni siquiera le había visto acercarse. Los ojos eran dos
lagos desbordados, y los ríos que fluían de ellos formaban torrentes libres que
resbalaban por las mejillas hasta el vacío abierto bajo la barbilla.
Hizo dos, tres sonoros pucheros antes de responder:
–Hola.
–¿Qué te sucede?
No lo miró con miedo. Pura inocencia. Cuando la vida florece todo son ventanas y
puertas abiertas. En sus ojos más bien había dolor, pena, tristeza, una soterrada
emoción que la llevaba a tener la sensibilidad a flor de piel.
–¿Te has perdido? –preguntó Franz Kafka ante su silencio.
–Yo no.
Le sonó extraño. «Yo no». En lugar decir «No» decía «Yo no».
–¿Dónde vives?
La niña señaló de forma imprecisa hacia su izquierda, en dirección a las casas
recortadas por entre las copas de los árboles. Eso alivió al atribulado rescatador
de niñas llorosas, porque dejaba claro que no estaba perdida.
–¿Te ha hecho daño alguien? –sabía que no había nadie cerca, pero era una
pregunta obligada, y más en aquellos segundos decisivos en los que se estaba
ganando su confianza.
Ella negó con la cabeza.
«Yo no».
Estaba claro que quien se había perdido era su hermano pequeño.
¿Cómo permitía una madre responsable, por vigilante o atenta que estuviese, dejar que sus hijos jugaran solos en el parque, aunque fuese uno tan apacible y
hermoso como el Steglitz?
¿Y si él fuese un monstruo, un asesino de niñas?
–Así pues, no te has perdido –quiso dejarlo claro.
–Yo no, ya se lo he dicho –suspiró la pequeña.
–¿Quién entonces?
–Mi muñeca.
Las lágrimas, detenidas momentáneamente, reaparecieron en los ojos de su
dueña. Recordar a su muñeca volvió a sumirla en la más profunda de las
amarguras. Franz Kafka intentó evitar que diera aquel paso atrás.
–¿Tu muñeca? –repitió estúpidamente.
–Sí.
Muñeca o no, hermano o no, eran las lágrimas más sinceras y dolorosas que
jamás hubiese visto. Lágrimas de una angustia suprema y una tristeza insondable.
¿Qué podía hacer ahora?
No tenía ni idea.
¿Irse? Estaba atrapado por el invisible círculo de la traumatizada protagonista de
la escena. Pero quedarse... ¿Para qué?
No sabía cómo hablarle a una niña.
Y más a una niña que lloraba porque acababa de perder a su muñeca.
–¿Dónde la has visto por última vez?
–En aquel banco.
–¿Tú qué has hecho?
–Jugaba allí –le señaló una zona en la que había niños jugando.
–¿Y has estado allí mucho tiempo?
–No sé.
Aquellas sin duda eran las preguntas que haría un policía ante un delito, pero ni
era un delito ni él un policía. El protagonista del incidente ni siquiera era un adulto.
Eso le incomodó aún más. La singularidad del hecho lo tenía más y más atrapado.
Quería irse pero no podía. Aquella niña y el abismo de sus ojos llorosos lo
retenían.
Una excusa, un «lo siento», bastaría. De vuelta a su hogar. O una recomendación:
«Vete a casa, niña». Tan sencillo.
¿Por qué el dolor infantil es tan poderoso?
La situación era real. La relación de una niña con su muñeca es de las más
fuertes del universo. Una fuerza descomunal movida por una energía tremenda.
Y entonces, de pronto, Franz Kafka se quedó frío.
La solución era tan sencilla...
Al menos para su mente de escritor.
–Espera, espera, ¡qué tonto soy! ¿Cómo se llama tu muñeca?
–Brígida.
–¿Brígida? ¡Por supuesto! –soltó una risa de lo más convincente–. ¡Es ella, sí! No
recordaba el nombre, ¡perdona! ¡Qué despistado soy a veces! ¡Con tanto trabajo!
La niña abrió sus ojos.
–Tu muñeca no se ha perdido –dijo Franz Kafka alegremente–. ¡Se ha ido de
viaje!

Franz Kafka y la muñeca viajeraWhere stories live. Discover now