P R Ó L O G O

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Grace amaba las flores, pero hacía tiempo que no salía de la mansión en busca de ellas; ni siquiera al jardín, ¿y si había algún lindo gato paseando por ahí? Sabía que la mayoría de personas no la podían ver, ¿el motivo? No estaba muy segura, pero confiaba en que la bondad o inocencia de sus almas tuvieran algo que ver.

La mayoría de veces eran niños o mascotas con sus distraídos amos, que eran tristemente regañadas por ladrarle o llorarle a la nada. Pero para ella no era un halago del destino ser visible, no lo era para nada, y recordó, mientras jugueteaba con la flor seca entre sus finos dedos, cuánto le dolía mirarse en el espejo. ¿Cómo no iban a mirarla asustados los niños? ¿Cómo no la iban a mirar con repulsión aquellos pocos adultos que la habían podido ver? Incluso las almas tan puras de los perros temían mirarla a los ojos.

Además, sabía todo aquello que decían de ella en la ciudad. Su cuerpo nunca había sido hallado y ella no sabía lo que le había ocurrido, pero en sus carnes portaba marcadas a fuego las huellas de la prematura muerte que la habían dejado en ese término medio entre la muerte y la vida. Había despertado en esa casa hacía noveinta años, desnuda, asustada, desorientada, recordando simplemente su nombre. ¿Qué era? ¿A caso había sido humana alguna vez?

No lo sabía, pero era un monstruo en ese preciso instante, un auténtico y horrendo monstruo de dos caras.

Oh, pero aquel chico, el chico de la sonrisa que cada noche y cada madrugada cruzaba a paso tranquilo por delante de la ventana. Y siempre, sin excepción alguna, la buscaba entre las decenas de ventanas hasta dar con ella, sonriéndole con un cabezazo como saludo.

¿Cuál sería su nombre? ¿Dónde trabajaría? ¿Por qué no le temía? Se preguntaba Grace.

¿Qué más da?, le contestaba su otra cara. Eres un monstruo, ¿no lo recuerdas? Y él un humano, un bello humano que tan sólo siente pena por la niña fantasma de la casa de los asesinatos.

Grace sabía que su otra conciencia tenía razón, mucha razón. Aún así le costaba creerlo... aceptarlo.

Nadie, jamás, sería capaz de mirarla con el alma y no con los ojos. Y debía empezar a acostumbrarse a ello, a pesar de que su corazón se empeñara en dejar salir esas ganas irresistibles de amar, aunque fuera a ella misma. 

MurderWhere stories live. Discover now