El mesero y el ladrón

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Yuuri Katsuki, veinteañero y estudiante de universidad en la ciudad de Detroit, estaba quebrado. Gracias a sus estudios tenía una beca que le cubría el hospedaje y algunos descuentos en material escolar. Sin embargo, la beca no contemplaba gastos de alimentación, pues esos los había cambiado por los gastos de mantenimiento y cuidado de sus instrumentos musicales.

Sí, Yuuri era un estudiante de música clásica: tocaba el piano, un poco de guitarra y estaba aventurándose a componer. Era talentoso, aunque inconstante. Su universidad había visto suficiente de su trabajo como para traerlo a Estados Unidos para su especialización; el problema estaba que no era suficiente para pagarle sus comidas, botanas y refrescos.

Para resumir su situación: si Yuuri quería un lápiz, la Universidad decía «no había problema». Si Yuuri quería su almuerzo, la respuesta era «ni lo sueñes». Y eso, para un gordito de corazón como él, era realmente triste.

Sus padres lo apoyaban en la distancia con una pequeña cantidad mensual, eso lo salvaba de comprar atunes genéricos y sopas que estaban a nada de ser aserrín en forma de codito. Gracias a su dieta como estudiante foráneo con escasa actividad social, en realidad no tenía muchas oportunidades de gastar en comidas con alto contenido calórico, las cuales en todo caso no se podía costear.

Pero eso no significaba que olvidara su sabor. Su grasoso, caliente y delicioso sabor.

Yuuri, en su reducido círculo social, se convirtió en el amigo que nunca rechazaba comidas gratis. Ese que invitas a tu casa y ve con ojos de envidia y codicia tu refrigerador, aquél que va (obligado) a galas y exposiciones y se la pasa pegado a la mesa de los bocadillos y aquél que, ya sin preguntártelo, se acaba la comida que dejaste sin terminar en tu plato o en tu servilleta.

Un cerdito personal, vaya.

A mucha honra.

Un día el chico tuvo un momento de claridad: si quería comer un plato fuera del alcance de sus bolsillos (sin dejar de estirar el gasto para comprarse mercancía de sus animes favoritos) tenía que conseguir más presupuesto. Por tal motivo, hizo lo que cualquier estudiante haría en su situación: se vendió al sistema capitalista opresor y consiguió un trabajo de medio tiempo.

Consiguió atender algunas horas entre semana y todo el fin de la misma en una cafetería mexicana de nombre Turquesa.

¿Cliché de estudihambre? Por supuesto.

Ahora, prosigamos.

Yuuri no tenía precisamente el talento para ser barista, pero con algo de práctica y la guía de Samantha, su empleadora, se supo defender de la máquina de café. Sus figuras de espuma ni siquiera contaban como arte abstracto, aunque su sabor se refinó hasta ser muy buscado entre otros estudiantes como él: quebrados, pero deseosos de algo de cafeína en sus organismos.

Para lo que sí servía sin mucho entrenamiento era para ser mesero. Yuuri, el introvertido, el chico callado y con poquísimos amigos; se transformó en la persona más popular entre las mesas del café. ¿Cuál era su secreto?

Resultó que su mayor cualidad y la clave de su éxito era su timidez. Claro, a muchos clientes no les gusta un mesero indeciso, pero él era cortés. Bastaba con probar un poco de su sencillez carismática para empatizar con el jovencito. Siempre había alguien que resultaba fastidiado por su actitud, pero la gran mayoría de los clientes se les hacía un estuche de monerías la suave y respetuosa actitud de Yuuri.

(Claro, eso porque nunca lo han visto beber, pero esa es otra historia).

En uno de aquellos días en los que trabajaba, el que nos interesa contar en esta ocasión, llegó un cliente de lo más inusual al establecimiento. Inusual porque, básicamente, él sí tenía dinero sobrante en la cartera. Y cómo no, si la acababa de robar.

El mesero y el ladrónWhere stories live. Discover now