12. El rapto de los niños

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El ataque pirata había sido una total sorpresa: una buena prueba de que el desaprensivo Garfio lo había llevado a cabo deshonestamente, pues sorprender a los pieles rojas limpiamente es algo que no entra en la capacidad del hombre blanco.

Según todas las leyes no escritas sobre la guerra salvaje siempre es el piel roja el que ataca y con la astucia propia de su raza lo hace justo antes del amanecer, hora en la que sabe que el valor de los blancos está por los suelos. Los blancos, entretanto, han levantado una tosca empalizada en la cima de aquel terreno ondulado, a cuyos pies discurre un riachuelo, ya que estar demasiado lejos del agua supone la destrucción. Allí esperan el violento ataque, los inexpertos aferrando sus revólveres y haciendo crujir ramitas, mientras que los veteranos duermen tranquilamente hasta justo antes del amanecer. A través de la larga y oscura noche los exploradores salvajes se deslizan, como serpientes, por entre la hierba sin mover ni una brizna. La maleza se cierra tras ellos tan silenciosamente como la arena por la que se ha introducido un topo. No se oye ni un ruido, salvo cuando sueltan una asombrosa imitación del aullido solitario de un coyote. Otros bravos contestan al grito y algunos lo hacen aún mejor que los coyotes, a quienes no se les da muy bien. Así van pasando las frías horas y la larga incertidumbre resulta tremendamente agotadora para el rostro pálido que tiene que pasar por ella por primera vez, pero para el perro viejo esos espantosos gritos y esos silencios aún más espantosos no son sino una indicación de cómo está transcurriendo la noche.

Garfio sabía tan bien que éste era el sistema habitual que no se le puede disculpar por pasarlo por alto alegando que lo desconocía.

Los piccaninnis, por su parte, confiaban sin reservas en su sentido del honor y todos sus actos de esa noche presentan un claro contraste con los de él. No dejaron de hacer nada que no fuera consecuente con la reputación de su tribu. Con esa agudeza de los sentidos que es al mismo tiempo el asombro y la desesperación de los pueblos civilizados, supieron que los piratas estaban en la isla desde el momento en que uno de ellos pisó un palo seco y al cabo de un rato increíblemente corto comenzaron los aullidos de coyote. Cada palmo de terreno entre el punto donde Garfio había desembarcado a sus fuerzas y la casa de debajo de los arboles fue examinado sigilosamente por bravos que llevaban los mocasines calzados del revés. Sólo encontraron una única colina con un riachuelo a los pies, de forma que Garfio no tenía elección: aquí debía instalarse y esperar hasta justo antes del amanecer. Ya que todo estaba organizado de esta forma con astucia casi diabólica, el grueso principal de los pieles rojas se arropó en sus mantas y con esa flemática actitud que para ellos es la quintaesencia de la hombría se sentaron en cuclillas encima del hogar de los niños, aguardando el frío momento en que tendrían que sembrar la pálida muerte.

En este lugar, soñando, aunque bien despiertos, con las exquisitas torturas a las que lo someterían al amanecer, fueron sorprendidos los confiados salvajes por el traicionero Garfio. Según los relatos facilitados después por aquéllos de los exploradores que escaparon a la carnicería, no parece que se hubiera detenido siquiera en la colina, aunque es seguro que debió verla bajo aquella luz grisácea; no parece que en ningún momento se le pasara por la astuta cabeza la idea de esperar a ser atacado, ni siquiera aguardó a que la noche estuviera casi acabada; siguió adelante sin otros principios que los de entrar en batalla. ¿Qué otra cosa podían hacer los desconcertados exploradores, siendo como eran maestros en todas las artes de la guerra menos ésta, sino trotar indecisos tras él, exponiéndose fatalmente, mientras soltaban una patética imitación del aullido del coyote?

Alrededor de la valiente Tigridia había una docena de sus guerreros más resueltos y de pronto vieron a los pérfidos piratas que se les echaban encima. Cayó entonces de sus ojos el velo a través del cual habían contemplado la victoria. Ya no torturarían a nadie en el poste. Ahora los esperaba el paraíso de los cazadores. Lo sabían, pero se portaron como dignos hijos de sus padres. Incluso entonces tuvieron tiempo de agruparse en una falange que habría resultado difícil de romper si se hubieran levantado deprisa, pero esto no les estaba permitido por la tradición de su raza. Está escrito que el noble salvaje jamás debe expresar sorpresa en presencia del blanco. Aunque la repentina aparición de los piratas debía de haber resultado horrible para ellos, se quedaron quietos un momento, sin mover un solo músculo, como si el enemigo hubiera llegado por invitación. Y sólo entonces, habiendo mantenido la tradición valientemente, tomaron las armas y el aire vibró con el grito de guerra, pero ya era demasiado tarde.

Peter PanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora