Dos faroles a cada lado alumbran la tierra colorada. Algunas piedritas redondas se destacan con su brillo. Sobre el tronco del curupay de la esquina está recostado el gordo que controla la entrada y salida de todos por la calle. Yo necesito salir a comprar, cruzar al otro lado y la única salida de la villa es esta. Y está justo él, no el otro más amable. El gordo me estira del cabello por detrás. Me doy vuelta y lo golpeo en la nariz, cae como una bolsa de papa. Decido dejarlo donde está, es suficiente humillación. Compro en el kiosco de enfrente. Y a la vuelta el gordo me espera con un amigo muy flaco y alto, seguro más veloz que el gordo. Me quedan dos cuadras que parecen estar a miles de kilómetros y tengo que correr sin perder la bolsa de galletas. Esquivo al flaco y le pego con mis ojotas. Llego al muro y escalo la columna con ayuda de las rejas del portón, el flaco me agarra el pie. Llamo a mi perro. Es buenito pero ellos no lo saben. Viene desbocando gruñidos y baba por doquier como un lobo salvaje. El gordo se escapa. Los primeros en golpear son los más cobardes. El flaco me suelta, con fuerza logro saltar al otro lado.
Crezco como el yuyo de mi jardín, rodeada de bichos, ahogada por la lluvia y rejuvenecida por el sol.
