LA MANSIÓN SEÑORAL DE LOS STANVILLE

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En el ángulo de una plaza y de una callejuela se elevaba, desde hacía siglos, la pesada fachada gris de Stanville-House, llena de ventanas y decorada por tres macizos balcones de piedra. Una puerta de gruesa madera, claveteada, daba paso a un vestíbulo inmenso enlosado de piedras, en el fondo del cual se elevaba una imponente escalera de granito, obscura y severa como toda aquella casa. En las vastas estancias del entresuelo y del primer piso se alineaban hermosos muebles antiguos, cuidados con un esmero meticuloso; pesados cortinajes cubrían las ventanas y tupidos terciopelos las sillerías. En los armarios profundos se acumulaban tesoros de objetos de plata, montones de soberbias telas, orgullo de lady Lorenza tras de haberlo sido de sus antepasadas. Una impresión de cómoda, de pesada, de aplastante riqueza se desprendía de toda aquella casa, tanto en su interior como en su exterior.

En la callejuela vecina, obscura, mal pavimentada, una ancha puerta cochera se abría en medio de un alto muro gris. En el extremo opuesto de un patio enarenado, elevábanse los edificios de la fábrica, unidos a Stanville-House por una galería sustentada por arcos de piedra, paso éste reservado al dueño para que pudiera acudir directamente desde su casa al despacho en donde dirigía, autocráticamente, los importantes negocios que aumentaban en cada generación.

El dueño... éste era el nombre- y no el más moderno de patrón- con que los obreros y los empleados de toda categoría designada a lord Hugo Stanville.

Esto era una tradición que había continuado de padres a hijos. Pero este nombre no tenía aquí el signo afectuoso que le daban antes, tan frecuentemente, los sirvientes, los artesanos que formaban parte de la casi y casi de la familia. Los Stanville, en el curso de los siglos, habían sido siempre temidos, pero raramente amados. Poseían obreros por necesidad, pero sólo daban trabajo a los hijos de Breenwich, antigua ciudad aristócrata, sin otra industria, y a los habitantes de los alrededores. Así lord Hugo había podido declarar un día, hablando de huelga, con otro industria

-Si alguna vez un hecho de este género se produjera en mi casa, cerraría la fábrica y nada en el mundo me decidiría a abrirla de nuevo.

Y todo el mundo sabía que cumpliría la palabra. De este modo, la mano de hierro podía pesar cuanto quisiera y mantener una disciplina inflexible. Ni uno solo de los seres empleados allí, del más humilde al más importante, dejaba de abatir la frente y de sentir un estremecimiento de temor, bajo la mirada, brillante de inteligencia, pero dura, imperiosa, de aquel jovencito, que era realmente el amo, un amo bien definido como no lo había sido ninguno de los Stanville antes que él.

Esta fue la obra de Jaime Stanville y sobre todo la de su madre en el alma de aquel niño admirablemente dotado las tendencias dominadoras, convenciéndole de que era ser aparte, más fuerte que los demás, y asegurándole que la bondad, la indulgencia, la caridad no eran más que simples palabras de las que un Stanville no podía hacer caso.

Si la señora de Sourzy hubiera conocido esto, sus aprensiones, ya tan dolorosas, no se hubieran mitigado, sino bien al contrario.

En una tarde lluviosa y fría, la señora de Sourzy y Liliana se apearon en la estación de Breenwich. Nadie las aguardaba. Liliana tuvo que arreglárselas como mejor puso para que les transportaran el equipaje. Luego subió con su madre, rendida de fatiga, a un carruaje que las condujo a la puerta de Stanville-House.

Un adusto sirviente, de cabellos grises, les abrió y las hizo subir al segundo piso, en donde se hallaban sus habitaciones. Eran éstas dos inmensas estancias convenientemente amuebladas, pero sin que hubiera en ella nada confortable. No había fuego, y la señora de Sourzy dijo estremeciéndose:

-Creo que en el invierno próximo tendremos más frío aquí que en nuestro pobre piso.

Las ventanas miraban a un amplio jardín muy cuidado, demasiado cuidado, según pensaba Liliana, que murmuró:

La casa de los RuiseñoresWhere stories live. Discover now