El zapatito de cristal

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El zapatito de cristal

—Dios santo. Sí que estás borracho —respondo luego de unos segundos de silencio.

El impostor sonríe. En medio de la oscuridad puedo distinguir el destello blanco de sus dientes y sus ojos brillando como dos gemas azules.

    De repente, me agarra un golpe de nerviosismo tan fuerte que no puedo evitar soltar una larga carcajada que me hace lagrimear. Jesús, María y José, líbrenme de esta situación absurda, amén.

—Tranquila, pequeña. ¿Te sientes bien? —Dice, rozando levemente mi brazo desnudo con las yemas de sus dedos.

—¡No me toques, farsante! —Exclamo alejándome como si quemara—. Eres absurdo. ¿Cómo se te ha ocurrido mentir con semejante barbaridad? Este jarrón de mierda no cuesta cien mil dólares. En casa tengo uno igualito que vale cinco pesos.

—Lamentablemente, princesa, temo informarte que no miento. El jarrón perteneció a la reina de Idonia, Fergie, que falleció hace casi doscientos años. Es una reliquia.

—No es cierto —susurro. Siento el cuerpo congelado y paralizado, como si me hubiese caído encima un saco de piedras y ladrillos. Siempre meto la pata, no es una novedad, pero esta vez admito que me he pasado un poco más de la raya—. ¿Sabes qué? No te creo. Ya tuve bastante de esta bromita de mal gusto, que pesado eres.

—Y tú un poco tonta, si me permites. ¿Qué parte te cuesta tanto comprender?

—¡Todo! Comenzando con que te crees Darren-no-sé-qué, Duque-de-quién-sabe-cuánto. Apuesto mis calzones a que eres un marihuano que se coló a la fiesta —me defiendo aparentando fuerza y valentía. Si es un vagabundo drogadicto, lo normal es que intente violarme… o peor, quitarme el celular, entonces ¿por qué carajos no estoy huyendo?

Supongo que soy muy osada o demasiado estúpida.

—Podrías meterte en muchos problemas por decir esas cosas —murmura tratando de acercarse. Esta vez no retrocedo, sino que me alejo lo más que puedo de él y camino hacia la puerta, todavía tratando de recomponer mi orgullo perdido.

—No me digas. ¿Qué me harás, Duquecito mentiroso? ¿Me colgarás de los pies en la punta más alta del cerro más alto, para que me coman los buitres y mi familia recoja mi cadáver cincuenta años después? —Comento con el sarcasmo bailando en mi voz.

—Entre otras cosas —lo escucho responder—, pero si prefieres, puedo imponerte otros castigos más divertidos para ambos.

—¿Por qué mejor no cierras la boca y te quedas así el resto de tu vida? Le harás un gran favor a la humanidad, se evitarán menos suicidios en el mundo al escuchar tu voz.

—Pero que salvaje eres —dice como último recurso. Azoto la puerta, pero todavía lo oigo soltar unas últimas palabras—: me encanta.

    Me muerdo la lengua para evitar correr y gritarle una sarta de insultos que se quedaron atorados en mi garganta. Uno de ellos es “puto” y el otro “vete al infierno.”

Aunque, debo admitir, el puto era sexy…

¿Qué estoy diciendo? Mañana iré a la iglesia para que me hagan un exorcismo urgentemente, no puedo estar pensando este tipo de idioteces justo ahora.

Da igual. Mis problemas no son tan grandes; sólo tengo el vestido manchado de crema, llamé marihuano a un futuro Duque —si es que ese vago decía la verdad— y tengo una deuda de cien mil dólares por romper un jarrón casi tan viejo como mi abuela. No es mucho.

Cenicienta y el DuqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora