EPÍLOGO

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A7_SA, PG, Tres meses después.

El sistema de áreas comenzaba a caer poco a poco, pieza por pieza. En honor a la reunión del once de noviembre, las autoridades de todos los territorios habían decidido colocar una pantalla fuera del Consejo General, la cual consistía en un mapa digital del planeta, con las cien áreas apagadas.

Cada vez que una porción del planeta se iluminaba en color celeste, significaba que un nuevo líder había sido derrocado. Significaba motivo de celebración para todos porque, sin importar dónde vivieran, esa luz algún día les alcanzaría.

El vehículo negro con ventanas polarizadas se estacionó fuera de una casa bastante prolija. El sector A dentro del PG era el equivalente a un vecindario decente previo al Punto de Colisión. No obstante, Àmirov no pudo evitar elevar las comisuras de sus labios al echarle un vistazo al lugar por encima de sus gafas de sol.

Cerdo miserable, pensó en su interior.

Sus emociones eran una montaña rusa; sentía rabia, pero también sentía que si los sucesos no se hubieran dado de esa manera, el día de hoy no tendría lugar.

Miró sus manos aferradas al volante, depositando toda su atención en el anillo que llevaba orgullosamente hacía medio año. No era mucho tiempo, pero sabía que esa era la única constante en su vida; su rostro se arrugaría, su cabello se perdería con el paso de los años, mas esa sortija, esa muestra de amor, permanecería con él hasta su último respiro.

Eso, precisamente, declararía frente a Paix dentro de unas horas.

Pero antes...

Abrió la puerta del vehículo y salió al exterior. Los rayos de sol eran tenues, pero lo suficientemente cálidos como para tratarse de la primavera. Algunos transeúntes se le quedaron viendo, notando lo evidente: él, era un "maldito aristócrata", ellos no.

Ignorando intensas miradas que le seguían sus pasos, caminó tranquilamente hasta el número ocho de la calle setenta y seis. Una vez frente a la elegante puerta de madera, tocó unas tres veces y aguardó.

—¡¿Sí?! —La voz gruñona de un hombre se oyó desde el interior.

Increíble que este sujeto haya ayudado a crear algo tan hermoso, pensó Àmirov, preguntándose cómo era posible; ¿cómo podía ser posible que un pedazo de escoria humana compartiera sangre con una chica que hablaba con un can mientras preparaba galletas?

Meneó su cabeza tras dar un suspiro.

Algunas cosas no tenían explicación, lo sabía muy bien. Y no tuvo tiempo de pensar demasiado en ello porque enseguida escuchó el traqueteo de la cerradura y varios pasadores. Rodó sus ojos mentalmente cuando reconoció el sonido de más de tres candados siendo abiertos.

Finalmente, la puerta cedió una rendija, unida por una cadena seguramente unida a un pasador.

—¿Qué quieres? —espetó el hombre al otro lado. Se tomó unos segundo para verle de arriba abajo, escrutando desde sus zapatos negros hasta su traje con corbata—. ¿Quién eres tú?

Àmirov retorció una de las comisuras de sus labios.

Los ojos de su mamá, dedujo ni bien contempló los ojos verdes y algo rojizos de un sujeto que, por su aliento, había estado bebiendo. 

—Mi nombre es Àmirov Reizinger, señor Cornell. He venido a agradecerle.

Gracias por ser un desalmado que sacrificó lo mejor que le pasó tanto en su vida como en la mía, pensó.

	Gracias por ser un desalmado que sacrificó lo mejor que le pasó tanto en su vida como en la mía, pensó

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