La viuda

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     Catorce horas habían transcurrido desde que su esposo había muerto, y ahora se hallaba puesto en un ataúd de mármol, en la mitad de la sala de estar de la casa. 
     Ella, con sus cabellos azabache y su luto de cada día, incluso desde antes que su marido muriera, se encontraba sentada a un lado del féretro. El negro de sus ropas contrastaba sus labios carmín, y sus brillantes ojos verdes no soltaban ni una lágrima.
     Si no había sentido lástima ni aprecio por su marido en vida, no lo haría después de muerto.  
     Del otro lado del salón, entre toda la gente, un viejo amigo de la familia la observaba con interés. Aquél mismo interés de tantos años atrás. 
     La viuda se levantó, encaminándose hacia la cocina a través de un oscuro corredor. 
     Cuando estuvo sola por fin, sonrió para sí misma.
Era una buena actriz fingiendo aflicción por el asesinato de su difunto esposo. Pero ella no lo había querido nunca, así como nunca dejó de amar otros labios. 
     De pronto, una mano grande y pesada la sacó de sus pensamientos al posarse en su hombro. 
     Ella se volteó de inmediato, fingiendo su mejor rostro de dolor; sin embargo, él la conocía tan bien como nadie. Cada una de sus inquietudes y cada una de sus máscaras. 
     Sus ojos verdes se clavaron en los zafiro frente a ella, y su corazón dio un gran salto dentro de su pecho. 
     —No finjas conmigo, Lana —dijo él, con su voz suave de siempre. 
     La mujer lo miró con ojos cálidos. 
     —¿Qué estás haciendo aquí, Annibal? —ella preguntó, mirando detrás de su cuerpo—. ¿Nadie te ha visto venir?
     Él le sonrió, con aquella sonrisa tranquilizadora que ella tan bien conocía. 
     La cocina era pequeña, un sitio sin eco. 
     —Tranquila, nadie más que tú y yo lo sabemos. 
     Pronto, su mano bajó hacia la cintura de la viuda, atrayéndola hacia su cuerpo con dulzura apasionada. 
     Ella dio un respingo, asustándose. 
     —No, no... —balbuceó, sin hacer demasiado esfuerzo en soltarse de su agarre—. Aún no podemos. 
     El hombre suspiró, mirándola con ojos voraces. 
     —Tu marido ya no está, ¿qué te lo impide? —susurró, acercándola hacia sí—. Ya no le perteneces a nadie más que a mí. Porque, Lana, jamás has dejado de ser mía. 
     La mujer se sonrojó, sonriendo. 
     —Nadie ha sido mi dueño jamás —soltó, mirándolo—. Pero he sido tuya desde el primer momento en que te vi. 
     —Hace diez años, Lana —le susurró, bajito, dulce. Ella jadeó—. Y ahora que nos deshicimos de ese estorbo, nada podrá separarnos. 
      Ella sonrió, atrayéndolo desde las solapas de su traje para besarlo. 
      Pronto, sus labios se entrelazaron en una danza cálida, suave, pero voraz. 
     El tiempo perdido de su amor, el tiempo perdido en la espera, todo se sentía en ese momento. 
     Él la presionó contra su cuerpo, abrazándola. Ella jadeó, besándolo con pasión. 
     —Aún recuerdo cuando te conocí, como un simple obrero en la granja de Carl.
     Ella rió, enternecida. 
     Lo había conocido en el sitio menos esperado, y se había enamorado de él. 
     —Y luego nos convertimos en amantes —dijo él, seductor, mirándola a los ojos—. Pero ya no debemos ocultarnos más. 
     Él rió, abrazándola con calidez. 
     La mujer rió, besándolo una vez más. 
     Pronto, él la montó sobre su cintura, poniéndola sobre el lavaplatos. 
     Besó su cuello y ella jadeó, acariciándolo en la entrepierna. 
     Un rápido movimiento para apartar las bragas de la mujer, quien llevaba falda, y ella liberó su miembro, adentrándolo en su feminidad con vehemencia. 
     Un vaivén de caderas descontrolados se presentó, ansiosos y apasionados. 
     —Te amo, Lana —declaró él, besándola. 
     Ella respondió gustosa, jadeando. 
     —Y yo te amo a ti, Annibal. Matar a mi esposo no significa nada si puedo estar contigo. 
     Y con un largo beso, su pasión y su amor se consumó en la misma cocina donde diez años antes, ambos habían hecho el amor por primera vez. 
     


Amour -Relatos Eróticos y RománticosWhere stories live. Discover now