Capítulo XI: Nuestro siguiente acto.

18 2 6
                                    

Era la segunda vez que Ray despertaba en un lugar extraño y desconocido luego de caer inconsciente producto de una terrible golpiza, y ya comenzaba a fastidiarle. La paciencia en definitiva no era su fuerte. Lo que desencadenó su despertar en esta ocasión fue un sentido bastante poco valorado a comparación de los mucho más de cinco que poseemos, pero que es tan importante como cualquiera de ellos. La prueba es que al mago lo hizo despertar.

Un aroma atacó su nariz repentinamente, un aroma que, mejor dicho, era una amalgama mal hecha de múltiples aromas, algunos más penetrantes que otros, pero todos desagradables. Era parecido a lo que uno olería en la bodega de un laboratorio que no se preocupa mucho por el hermetismo de los recipientes que contienen sus reactivos. Así que, en busca de averiguar en qué lugar podía estar para percibir un olor así, el mago abrió los ojos otra vez y se incorporó de golpe.

Lo primero que vió fue que se encontraba en una suerte de cama bastante desgastada que emitió un molesto rechinido al serle provocado movimiento, cuyo colchón y manta lucían bastante viejos y raídos. Al mirar hacia abajo, se encontró con sus propio torso y abdomen, que estaban casi en su totalidad cubiertos de vendas, de inmediato sintió su cuerpo bastante golpeado y adolorido, pero era una sensación extraña, parecida a estar anestesiado. A un lado de él había una pared de ladrillos grises muy porosos, se podían apreciar muy fácilmente las uniones de cemento entre ellos; en esa pared había, clavados múltiples tablones de madera que delataban que allí había habido una ventana en algún momento, y también que no había mucho presupuesto para bloquearla mejor. En el techo de la habitación, una diminuta bombilla colgaba alumbrando levemente los miles de frascos de todos los tamaños y formas posibles, algunos ámbar, otros transparentes y otros blancos, que estaban dispuestos minuciosamente en estantes tan numerosos que emulaban involuntariamente a un laberinto que se extendía más allá de lo que alcanzaba la vista de Ray y de lo que la bombilla alcanzaba a iluminar.

—Bitácora de Investigación: El resultado ha sido sumamente inesperado. El paciente tratado despertó mucho más rápido de lo que se esperaba en un principio —dijo repentinamente una voz que el mago no pudo identificar a primera oída, que evidentemente lo había estado observando—. Compuesto seis: funciona en humanos, y con mayor efectividad de lo que creí. Registrado.

Esa forma de hablar —pensó él, todavía un poco aturdido. Sabía que conocía a la persona detrás de esas palabras, pero no podía sacar a la luz su recuerdo—.. No puede ser que seas...

Desde la parte del laberinto que la pequeña y débil bombilla no alcanzaba a iluminar, comenzaron a sonar los pasos de alguien que se aproximaba muy despacio. Lo primero que se pudo ver de aquella persona fue el reflejo que provocaban sus grandes anteojos redondos al recibir los primeros rayos de luz, y Ray, como si aquel reflejo hubiese penetrado en lo más profundo de su mente para iluminar sus recuerdos, supo en ese instante de quién se trataba. Era inconfundible.

Al salir a la luz y estar frente a él, finalmente se encontró con aquel chico de cabello corto, piel morena, ojos cafés y que vestía con algo que parecía la combinación de una bata de laboratorio con un hábito de monje, y a pesar de que era casi tan alto como él y de que sus ojos reflejaban una seguridad y dureza sorprendentes, por unos instantes fugaces fue como si estuviese contemplando al pequeño niño, excéntrico y torpe, que era cuando lo vió por última vez.

—Disculpa que te hospede en la bodega, pero estamos algo cortos de habitaciones por aquí —comentó él sonriendo con sarcasmo. Para Ray, esa fue como la señal. Al instante, y casi sin pensar en lo que estaba haciendo, se levantó de la cama sin importar lo adormecido que estuviera su cuerpo y lo rodeó con sus fuertes brazos apretando con un poco más fuerza de la necesaria.

—Christopher... Maldito cuatro ojos —dijo él con unas pequeñas lágrimas queriendo escapar de sus ojos.

—Gracias. También te extrañé, Ray —respondió él riendo suavemente y correspondiendo al abrazo de su amigo. Así se mantuvieron durante un rato que, debido a que pareció mucho más largo de lo que fue, no se podía saber su duración exacta, pero vamos, ¿importaba acaso? La verdad es que no: en aquel abrazo, fuera corto o largo, se estaban compensando diez años de lejanía, de modo que su verdadera extensión no era relevante, porque al separarse, quedando cara a cara, cada uno pudo ver en el hombre que tenía en frente al mismo niño que era su amigo antes se separarse. Eran lo mismo, pero no iguales. Nada había cambiado, al mismo tiempo que sí lo había hecho.

El Libro de las Sombras Where stories live. Discover now