|Capítulo 20|

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Benjamín no se pudo separar de ella en ningún momento. Llevaba una impotencia arraigada al alma que lo estaba torturando. No pudo protegerla, no estuvo cuando ella lo necesitaba... ¡No pudo predecir la situación y aparecer antes!

Aprisionó a la dama entre sus brazos como si él mismo fuera su armadura y dejó que Eva lo guiara hacia la habitación de la joven.

Aun podía recordar lo impaciente que se sentía cuando la dama había tardado en llegar al lago.

Violetta jamás había sido impuntual en ninguna de sus citas, y que a los minutos llegara una mujer corriendo y rogando por ayuda, tampoco había servido para calmar sus nervios. Le asustó tanto la idea de perderla, de que le fuera arrancada sin contemplación, que ahora podía jurar, con el corazón en la mano, que estaba seguro de que la comenzaba a querer. Estaba empezando a hacerse adicto a ella, y no había forma de que alguien la separara de su lado, sin antes haber probado el sabor de su furia.

Entró a la habitación y depositó a Violetta en su cama. Eva corrió, a los segundos, por todo lo que tenía guardado para curar sus heridas. Benjamín, quien aún estaba paralizado, solo se limitó a ver cómo la doncella limpiaba la sangre de su pequeño y delicado rostro.

El ojo izquierdo lo tenía morado, casi negro, y las mejillas estaban tapizadas de hematomas. Ni siquiera intentó averiguar cuantos golpes parejos le dio el hombre, para dejarlas a amabas iguales.

―Usted es un buen hombre―escuchó decir a Eva. La mujer no lo miró al decirlo, solo se limitó a cubrir con pomadas el rostro de la dama―. Nadie hubiera hecho lo que hizo ésta noche.

Los ojos del conde viajaron hasta su dama e instintivamente aprisionó la delgada mano que se negaba a soltar.

―Yo lo haría todo por ella.

La mujer sonrió, y ésta vez, sí le regaló una mirada.
Benjamín, ahora que le ponía atención, encontró bondad en sus ojos, un cariño inmenso que sabía que le pertenecía a Violetta.

Esas mujeres eran tan buenas, que no merecían estar bajo aquel techo.

―Gracias―musitó Eva mientras se alejaba de la joven.

―No tiene nada que agradecer. De cierto modo, creo que yo debería de agradecerle a usted por cuidarla.
La doncella se encogió de hombros mientras se disponía a guardar todas las cosas que había necesitado para curarla.

―Violetta es cómo mi hija, milord. Yo la críe. Y si algo llegara a pasarle, le juro que jamás hallaría consuelo en ésta vida.

Y aquellos ojos dulces, de pronto se nublaron y notó el miedo que existía en su alma, el dolor que sentía tras el sufrimiento al que se debían de enfrentar día con día. A su modo, ella también estaba rota.

―Conmigo a su lado, le prometo que nadie volverá a hacerle daño jamás.

Eva le sonrió haciendo que sus ojos se achicaran.

―Lo sé.

Y tras decir aquello emprendió su marcha para salir de la habitación.

―Espere―la detuvo el hombre.

La doncella se giró hacia él, cargando en sus manos las pomadas y las vendas.

― ¿Sí?

No sabía cómo decirle aquello.

―Ammm... ¿cree que podría quedarme ésta noche con ella para cuidarla?―preguntó vacilante―. Tengo el presentimiento de que el barón volverá por más.

Eva le arrojó una mirada de terror como respuesta.

―Estaría decepcionada de usted si no lo hubiera pedido― acompañó las palabras con una reverencia de despedida―. Yo misma me quedaría, pero tengo que arreglar los destrozos de la cocina.

La Seducción Del Conde  | La Debilidad De Un Caballero II | En físicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora