Tras la puerta

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Sobre la soñolienta canción de los grillos, un ruido de arañazos en la puerta principal resonó con claridad por los rincones de la casa. La mujer se levantó de su asiento, pues esa era la señal que había estado esperando. Mientras se acercaba con diligencia a la entrada, pudo ver por la ranura inferior la sombra alargada de las patas de la criatura que acechaba del otro lado; los cambiantes haces de luz naranja le dejaban adivinar que, aunque el visitante merodeaba, no se alejaba del umbral.

Yoriko, última heredera del clan Muramasa, conocía bien las intenciones de la bestia, y llevaba entre sus manos el objeto buscado. Tal artefacto, que lucía como un orbe, humeaba un vapor casi transparente, y de su superficie se desprendían vagas luminiscencias. Sólo aquella fina hoja de madera hueca separaba mujer y fiera, pero Yoriko se encontraba serena, como rezando un mantra. Quitó el pestillo con un movimiento preciso y apartó la puerta sin titubear. La luz amarilla del interior de la casa se derramó sobre el umbral, y Yoriko pudo ver los ojos pequeños y demónicos de aquel ser, cuyas patas se tensaron expectantes. Una lengua manchada y áspera se pasó por los labios descarnados, y acarició una fila de dientes agudos, hambrientos. Los morros de la alimaña se arrugaron, y sus fauces pestilentes se abrieron con lentitud.

Yoriko no podía dejar de pensar en una de las historias que su abuela solía contarle: un demonio bestial que visitaba aldeas al anochecer, arañaba las puertas a modo de llamado. Si el morador abría y le entregaba un tesoro, el espectro solo se comería sus manos; nadie contaba lo que pasó con aquellos que se negaron a abrir. Volviendo su atención hacia el pórtico, Yoriko se agachó despacio, con ensayada mansedumbre, y depositó el objeto en el suelo. El graznido de un cuervo resonó en la lejanía. La canción de los grillos cesó.

La fiera se acercó y olfateó con aprobación. Después, estiró el hocico chato sobre una de las manos de Yoriko, que seguían a su alcance. Hacía frío, y el aliento del ser se materializaba en el aire, como el vaho que sale del respiradero de una cripta. Posó la lengua seca sobre la piel de Yoriko, casi saboreándola, y lamió el dorso de aquella mano repetidas veces. Ensayó una mordida al dedo índice, pero la mujer se lamentó, y retiró la mano. Enseguida, el animal volvió su atención al tazón de sobras, y comió todo lo que contenía, hasta relamer el fondo. Cuando estuvo safisfecho, el gato se frotó contra las pantorrillas de Yoriko y desapareció en la oscuridad.

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