Cielo

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Mio había llorado por varios samurais en el pasado. Juró nunca más volver a hacerlo.

Primero fue su padre. Un hombre amable y serio, que sólo era capaz de reírse libremente cuando estaba en casa junto a su familia. Fue el capitán de las primeras filas cuando la guerra recién comenzaba. Mío tenía tan solo cuatro años cuando su padre no volvió con los sobrevivientes de la batalla perdida. Nadie les dio razones de nada, y cuando Mio entendió el significado de la mirada vacía de su madre, lloró por días.

Luego fue su hermano. Pasó poco después de que su madre muriera por una grave infección. Todos los hombres que pudiesen caminar y sostener un arma debían ir a pelear. Su hermano (que tenía catorce años y los mismos ojos que ella) la sentó y le explicó todo lo que su papá nunca le dijo antes de irse a la guerra: le dijo que morir era una posibilidad, le dijo que tomase todo lo que quedaba en la casa y corriera. Que si el enemigo lograba dominar la aldea en la que vivían, iban a esclavizar a las mujeres y a los niños.

—Tú solo tienes doce, esa no es la vida que mamá y papá hubiesen querido para ti. Así que toma todo y huye, Mio. Huye de la guerra lo más que puedas. Si ambos estamos vivos para cuando todo haya terminado, voy a ir a buscarte. Te voy a encontrar y juntos sembraremos esos campos de arroz que tanto quería papá, ¿vale?

(Escapó poco antes de la madrugada, poco antes de que su hermano fuese llamado para unirse a las tropas. Las lágrimas casi no la dejaban ver mientras corría hacia las colinas. Èl le entregó una de sus katanas, con el propósito de que Mio se defendiese con ella. Nunca la usó, con el dolor de su corazón tuvo que venderla una vez que el hambre casi no la dejaba caminar.)

Luego conoció a Ryu. Un muchacho de su edad que vivía con su madre en una casa alejada del pueblo donde vivían, cerca del bosque.

—Mi mamá solía cantar esa canción.

—La mía también.

¿Ah, sí?

—Sí. Antes de que una infección de la garganta se la llevara.

El muchacho era bueno con el arco y la flecha, pero su corazón estaba con la tierra. La madre era una mujer bastante anciana (Ryu era el menor de todos sus hijos y él único que se quedó con ella), pero en su corazón habitaba la misma bondad que tenía desde niña. Le ofreció quedarse si en ausencia de su hijo le ayudaba a cocinar y a cuidar las plantas. Y así Ryu y Mio se conocieron.

Y, como las almas puras que eran, se enamoraron. Pasaron los meses y cuando el corazón de su madre finalmente se detuvo Ryu notó con ojos vidriosos que en el jardín que cuidaron ella y Mío con tanta devoción comenzaba a nacer un brote de siembra de arroz.

—Hay un camino oculto por la colina. Con la vigilancia normal no es posible llegar allí, pero en tres días el pueblo próximo dijo que llegaría con sus tropas. Con los samurais aglomerados, ni siquiera notarán mi ausencia y dejarán las murallas. Entonces nos iremos, Mio. Este brote es la señal de que aún hay esperanza. Para nosotros, para nuestros hijos. Sí, el primer niño que tengamos tendrá el nombre de tu hermano, y la niña, de mi madre. Te amo, mi Mio.

Dos noches después, la lluvia cayó como nunca antes Mio había visto en su vida. Las gordas gotas de lluvia a cántaros hacían imposible ver hacia donde caían las flechas. Pero Ryu escuchaba demasiado bien, y después de haber lanzado tantas flechas sabía el sonido que producían contra la lluvia. Escuchó una terriblemente rápida hacia ellos, entonces abrazó a Mio, cambiando lugares. Ella no entendió por qué la abrazaría en un momento como aquel. Pero luego lo escuchó gritar, y luego no lo escuchó decir nada más.

La flecha dio justo entre sus pulmones. Entre lágrimas quiso salvarlo, pero al final solo pudo besarlo antes de que muriera.

Volvió a su casa antes de que saliera el alba, a pesar del gran riesgo, porque lo aún lo amaba demasiado. A pesar de haberlo visto morir sentía que no podía irse así como así. Tomó lo que ella sabía que a él le hubiese gustado que se llevase. Antes de irse, sin embargo, fue a revisar el jardín.

Todo el jardín, y ese pequeño brote de arroz, se habían ahogado por la lluvia.

Caminando colina arriba, con las puntas del cabello y el kimono llenos de barro por la lluvia que menguaba, Mio se repetía una y otra vez lo que se juró al despedirse del jardín inundado:

—No volveré a llorar por un samurai. Siempre mueren, y yo solo me estoy lamentado...

Hasta que llegó Hyakkimaru. Él fue el último. El muchacho que la encontró en el río. Ciego, mudo y con extremidades de madera, fue el hombre más peculiar que conoció en su vida. Después de todo, casi siempre se comportaba como un niño que comenzaba a conocer su mundo.

Al muchacho le encantaba su canto, y Mio se preguntaba si era porque que él estaba igual de triste que ella. Después de todo, su canción nunca fue tan increíble.

A él también lo amó. No tuvo el tiempo suficiente para decidir de qué forma, ni qué tanto, pero lo hizo. Sus manos de mentira no le causaban escalofríos como las del resto de los hombres. Y pensar en él y en ese elocuente niño que trajo consigo mágicamente le daba más fuerzas para seguir aguantando. Para no rendirse. Y para seguir teniendo la esperanza de que, a lo mejor, en el futuro si había algo, algo mejor. Quizá, sólo quizá, un sueño intocable de un arrozal y el reencuentro de una familia.

Así que también lloró por él. Porque reforzó su esperanza, porque lo alcanzó a amar.

Pero, al final, Hyakkimaru era un samurai.

Y, bueno.

Con la cara contra la tierra y el sonido del fuego abrasador detrás de ella, Mio volvió a cantar. La vida se le iba con cada gota de sangre que perdía.

Dale a él la rosa roja, 

Ponla en su cabello

La rosa roja, en el cabello de esa persona

Florecerá como el sol.

Comenzaron a salirse las lágrimas. No podía creerlo. Las ardientes brasas no le dejaba ver los arrozales por ninguna parte. Su padre, su hermano, Ryu...

Dale esa flor a una masa blanca,

Ponla en el pecho de esa persona,

Una flor blanca en su pecho,

Florecerá como la luna, como tú,

Como la bella luna.

Todos debían estar en los arrozales. Seguramente. Esperándola, en alguna parte...

(Porque si no lo estaban, entonces Mio se moriría más de lo que se estaba muriendo en ese momento).

Pero Hyakkimaru se quedaría allí, en el incendio, en la guerra, en el dolor y en la desesperanza, como todo buen samurai. Solo que Hyakkimaru no era realmente un samurai, se acordó Mio. Era un niño, que aún no aprendía a hablar ni a jugar con su primera rana. Y Mio lloraba por eso. Estaba tan triste, no podría reencontrarse con él en los arrozales.

Ella los seguiría buscando, en alguna otra parte, pero él seguiría allí; entre las llamas y el sufrimiento y el hambre. A Mio le entristecia inmensamente, no haber podido cumplir su promesa con él. Con su padre. Con su hermano. Con Ryu.

No se lo juró, pero esa fue la última vez que lloró por un samurai.

Lloró por uno, por dos, por cuatro.

Y por todos los demás.

[] [] []

Mio nunca se mereció nada de lo que le pasó.

Se tenía que decir y se dijo.

Y, gracias por leer, ¡Espero que les haya gustado! :D

«REMINISCENCIA» [dororo] Where stories live. Discover now