9. La culpa es de la muerta

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Pasé por una etapa de negación, fue corta, casi ni llegó al día. Estaba seguro de que todos me mentían, lo único que había visto durante los últimos días fue a unos locos que se aferraban a la mentira, porque la verdad era todavía más absurda. Me daba igual que fuera mi familia, para mí ellos también estaban locos. Llegué a pensar que todo era un complot; me estaban mintiendo para ponerme a prueba, o por pura malicia. Akina seguía dentro de la casa, o en alguna parte del pueblo.

Cuando, antes de llamar a la policía, decidieron buscarla por todo el pueblo, me vi obligado a quedarme en casa. Grité, les insulté y les dije de todo. Sabía que les dolería, fui a hacer daño. Lo que yo no sabía es que a quien más hería era a mí, pero la negación me lo impedía ver. Negaba ser el culpable de su ida. Negaba creer la discusión de anoche. Negaba que la culpable era Aika.

Me quedé con mi abuela y Sakura. A mi amiga no le había afectado tanto la situación, claro que le tenía apego a mi hermana, pero no era lo mismo. En realidad, apenas la veía, por eso cuando tenía oportunidad se le arrimaba mucho. Claro está, jamás había desarrollado ningún tipo de relación con ella, así que cuando desapareció sintió más lástima por mí que por Akina. Después de eso no la vi en todo el día, pidió silencio y que la dejaran sola en la habitación donde estábamos alojados.

Me quedé a solas con mi abuela, en la cocina, aunque no recuerdo por qué. Tenía los ojos llorosos, con una mirada perdida en el vacío. Aunque miraba algo, era como si hubiera dejado que la situación le ganara, pero ella no quisiera. Parecía que fuera consciente de que había que luchar contra algo.

—¿Quién se llevaría a una niña...? —susurró. Yo callé, un sentimiento de rabia creció dentro de mí. La fulminé con la mirada, no debió decir eso, Akina estaba en alguna parte de la aldea.

—Y no es la única —volvió a decir, con la voz temblorosa. Las palabras parecían salir casi de un jadeo—. Entiendo al resto, ¿pero y ella? ¿Qué hizo ella de malo? Mi niña, la pequeñita de la casa.

Hubo un mutismo entre nosotros, el tic-tac del reloj sonaba a cada segundo, escuché el piar de los pájaros, que seguían con su vida siendo inconscientes del infierno sobre el que volaban. Una brisa amarga de aire cálido entró por la ventana, empecé a sudar. Miraba a la nada, como si el tiempo se hubiera parado y sabía que nadie me iba a molestar. Eso me gustaba, cerrarme en mí mismo. Pensando en Akina todo el rato, vi que también hubo más afectados por lo mismo.

Poco a poco, la fase de negación se disipaba, pero ahí seguía. Así la desesperanza caminaba a hurtadillas y se colaba en mi mente.

—¿El resto?

Mi abuela sabía más de lo que aparentaba.

—Esos desagradables que murieron. Se lo merecían, por malos, que eran unos ogros. —Aunque había tardado en preguntar, fue como si no lo hubiera hecho. No lo sabía en aquel momento, pero acababa de explotar una bomba que crecía conforme seguían los años. Mi abuela, que durante toda su vida había estado guardado problemas, pensamientos y secretos, tanto suyos como ajenos, pues así la habían educado, estalló. En aquel momento fue más por un odio latente a esas personas, sumado a la pérdida de su nieta—. El maldito hijo de un asesino al que defendió. Muerto por un cuchillo, como se lo merecía. Sabía que mató a una pobre niña, todos los sabíamos, y él lo negaba como si fuera otro santo.

»Y ese horrible matrimonio, que veían pedofilia. Como si un niño fuera para ellos basura que pisotear. Desaparecidos y tragados por la aldea, así ya no verán a más niños siendo castigados.

Ella paró, le temblaba tanto la voz que apenas pude distinguir las últimas palabras que dijo. Comenzó a llorar, luego me miró con unos ojos que denotaban una tristeza profunda y meneó con la cabeza, como si me suplicara que aquello fuera un secreto. Para ella, aquel era uno de los que vivían en la boca, esperando a ser liberado. El odio vive así, promulgándose.

La aldea de las desaparicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora