Día 6 - Florecimos entre narcisos

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~Day 6 - Narcissus: rebirth, renewal~

Nada más salir del santuario que siglos atrás los moradores de aquellas tierras levantaron para él, Mikleo optó por conducir a su compañero a la pequeña ciudad que protegió durante años. Estaba en ruinas, desolada, pero poseía todavía ese retorcido encanto de las civilizaciones caídas. A pesar de que el agua corría desde los riachuelos que emanaban del santuario, y que este mismo se encontraba en una zona boscosa y verde, la guerra había vuelto de aquella población un lugar yermo y marchito en cuyas tierras se negaba a florecer la vida. Los serafines pasearon por entre los edificios semi derruidos hasta que se hizo de noche, tomados de las manos al caminar. Mikleo le explicó la historia de aquel lugar, le contó todo lo que conocía y lo que había vivido en sus calles. En aquella época, la resonancia de los humanos era baja, como durante su Era del Naos. Solo unos pocos habitantes podían verle. Uno de ellos fue un escultor, un artista de ojos verdes que debió quedar prendado de su belleza. El serafín fue consciente de los sentimientos que el hombre le profesaba casi desde el principio, por eso se negó a entablar contacto con él. Le rehuyó todo lo que pudo, temeroso de la amistad y el afecto por los humanos. No eran pocos los serafines que le habían advertido sobre lo efímero de la mortalidad y, aunque cada vez lo separasen más años del recuerdo de Sorey, el pecho le pesaba con solo pensar en encariñarse de otro más. Siendo esa su postura, evitó al escultor en la medida de lo posible, hasta que se enteró de que llevaba semanas enteras en vela, trabajando día y noche en el templo. Por desgracia, llegó tarde. Lo descubrieron muerto a los pies de la estatua que acababa de terminar, y corrió la voz por las calles de la ciudad que el serafín guardián le había concedido el descanso eterno tras tan arduo trabajo. Algunos lo vieron como un acto de piedad, otros como un mal augurio. Mikleo, sin embargo, no había tenido nada que ver. Fue su musa, sí, pero no lo supo hasta el final. Estaba demasiado asustado como para dejar de observar desde la distancia. Sin embargo, el gesto de aquel hombre llegó a conmoverle, pese a que su muerte no le suscitó pena alguna. Le dijo a Sorey que ese fue el momento en el que decidió tomarse un descanso de tanto viaje y ofrecerle su bendición a una tierra que parecía amarlo sinceramente. Si lo hizo por compasión o por aligerar el peso de una culpa invisible, no lo sabía ni él.

Caminando bajo las estrellas, ambos muchachos llegaron a lo que en su día fue la plaza mayor de la ciudad. Contra todo pronóstico, el serafín de agua no parecía ni apesadumbrado ni triste. Su rostro lucía una expresión de paz, como si entre las viejas memorias se sintiera renovado. A Sorey no le sorprendió demasiado, pero lo contempló con orgullo, desprendiéndose de una preocupación que había albergado cuando decidieron bajar. Le sonrió segundos antes de alzar la vista al cielo y encontrarse un lienzo en negro surcado de miles de millones de estrellas.

-Este sitio siempre ha sido así. -Susurró Mikleo, como si temiese importunar a las almas de los antiguos habitantes-. En su momento fue una ciudad tranquila y limpia, y siempre se veían estrellas en el cielo. Por eso me gustaba estar aquí.

-¿Echas de menos esos días?

-No estoy seguro, la verdad. Aunque... -frunciendo el ceño, el albino miró a su alrededor-, me habría gustado que no cayese en el olvido, pero quizá es mucho pedir.

-Fue una guerra cruel, por lo que me contaste. -El serafín de agua asintió en respuesta-. Supongo que no pudo evitarse.

-No, no pudo. Pero evitaremos que se repita.

-Lo sé. -Sus paso le llevaron a rodear la plaza, todo ante la atenta mirada de su compañero. Sorey observaba con ojos ávidos las piedras, memorizando las características de aquellas ruinas tan recientes-. Me alegra que encontrases otro hogar.

-No te confundas, Sorey. Me gusta esta ciudad, y quizá en más de una ocasión he querido volver aquí y devolverle mi bendición, pero sabes tan bien como yo que solo tenemos un hogar.

-Elysia.

-Sí, Elysia. Somos elysiacos hasta el final, ¿lo recuerdas?

-Lo recuerdo todo. -El antiguo Pastor le obsequió entonces otra de sus sonrisas, pero esa era indescriptible. Iba cargada de unas intenciones que Mikleo no supo descifrar, quizá porque no tenía ni idea de lo que iba a hacer. En parte le molestó, porque se sentía frustrado cada vez que no podía leer a Sorey como un libro abierto. Otro rincón de su alma, sin embargo, le susurró que esperase, que le gustaría el resultado-. Este lugar... ¿tenía nombre?

-Se la bautizó varias veces, fue uno de sus símbolos de inestabilidad. El último de sus nombres era mi favorito, recuperado de la Era de la Oscuridad. Vortigern.

-Vortigern...

Por unos largos instantes, el serafín de tierra pareció saborear el nombre. Había llegado en su solitario paseo al centro de la plaza, pisaba un mosaico que emulaba la silueta de una flor. Eso le dio la idea. Sorprendido, Mikleo notó como su dominio se expandía por toda la ciudad, fundiéndose momentáneamente con el de Maotelus que yacía en la tierra. No hubo llamas plateadas ni purificación, pero sí hubo un milagro. El suelo vibró y brilló, desafiando toda lógica. Alguna vez, mucho tiempo atrás, Rose dijo que la misión de Sorey era dar vida. Sus palabras fueron en aquel momento más acertadas que nunca, una pena que no estuviera para verlo. El cielo se iluminó con el color turquesa del maná, antes de que la magia de la tierra comenzase a rebosar por todas y cada una de las grietas de ese suelo yermo. Primero fueron brotes, tímidos brotes verdes que incluso a la luz de la luna manifestaban su llamativo color. Luego esos brotes crecieron, se desarrollaron a una velocidad imposible y florecieron ante la atónita mirada del serafín de agua. Flores blancas y amarillas empezaron a nacer, abriéndose y dejando que las artes y el polen se conjugasen para dar todavía más vida. En mitad de aquel espectáculo, Sorey sonreía. Mikleo no pudo hacer más que compartir su sonrisa, maravillado por aquel acto que en realidad era un regalo. El renacer del suelo podría significar el renacer de la ciudad, y ambos eran conscientes. Era un milagro, y en pocos días algún mercader errante haría correr la noticia. Quién sabe. Quizá gracias a él la vida y el bullicio volverían a discurrir por aquellas calles en unos años.

El serafín de agua acortó la distancia que los separaba, acercándose al centro de la plaza. Invocó también sus artes, notando como el lugar parecía reconocerlo y resonar ante su dominio. Tierra y agua se combinaron para obrar juntos un milagro, mientras dos serafines se sonreían, perdidos el uno en el otro. Una de esas flores que ahora cubrían toda la ciudad apareció en las manos de Sorey. Satisfecho con su trabajo, la colocó entre los cabellos de su compañero, besándole en la mejilla al hacerlo.

-¿Por qué narcisos? -Cuestionó divertido Mikleo, notando cómo lentamente la magia se apagaba. Le dejaron el resto del trabajo a la madre naturaleza, sabiendo que ella obraría con sabiduría.

-Por el mosaico. -Contestó con simpleza el otro serafín, dando unos golpecitos con el pie sobre un pétalo de mármol-. ¿Significan algo en concreto para Vortigern?

-Renacimiento.

-Qué irónico.

-Quizá no lo sea tanto. -Con una sonrisa de las suyas, el serafín albino tomó una de las flores del suelo y, justo como Sorey había hecho con él, se la colocó entre los mechones rebeldes, tras una oreja.

-Quizá no. Pero a ti las flores te quedan mejor.

Mikleo le dio un golpe en el brazo y dejó escapar una carcajada en mitad de la quietud. Vientos distintos corrieron aquella noche, aires de renovación.

The Languaje of Flowers [SorMik Week 2019]Where stories live. Discover now