Cuento. Al menos existe uno.

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Despierto de mi cama, en una lúgubre sensación de haber estado muerto. Era un día viernes, en el cual hubiese preferido la inmensa gordura y sedentarismo de un domingo. Era un día viernes, la hora, diez de la mañana. Menos mal que no se había inundado la casa gracias a los eficientes congéneres del hogar.

Me levanté decidido a correr por la plaza, pero un aviso me lo restringió. El maestro iba a llegar en breve y era de esos que; si no los vigilas te dejan la residencia inhabitable. Murmuré, así, el plan del día, holgazanear en la tarde, hacer todos los trámites en la mañana... mi hermano continuaba durmiendo, mientras tanto.

Al día siguiente, echado sobre un colchón, casi como en la piscina hacia los rayitos y las olas que se provocarían por ahí, decidí introducirme rápidamente a la ducha. No obstante la tranquilidad y el reparo que tuve en todas mis ocupaciones, llegó el maestro y no me dejó hacer mi vida tranquila. ¡Oh Dios!, si tan sólo mi cuenta bancaria tuviera amplios números para hacer lo que yo quisiera, compraría otra ducha para esta casa.

Sin embargo el loco (porque lo era, su mirada lo develaba) me sugirió una ducha inmediata, mientras él se ocupaba de pintar la zona del basurero de la cocina. Alegrado en un ciento cincuenta por ciento (o algo así) entré a lo que era la ducha para demorarme lo menos posible. Sin embargo sospeché que mi hermano estaba agónico. Él se había dedicado a pasear y pasarlo bien en la noche con sus amigos, y seguramente, aquello que se dedicaban a "tunear autos". Decidí despertarlo. Pero mi decisión no fue tal, y es cuando vemos que no nos conviene develar la pertinaz mirada que si bien es furtiva realmente resulta falta de carácter y amedrentada por el dolor; pero él parecía, realmente despierto. No sé si realmente despierto, la pura y secular verdad es que él estaba dormitando, pero servía. Intenté despertarlo. Usé "claqueteos" de luces provocados por el interruptor de electricidad que daba vueltas yo incesantemente, y también, restregándole mi mano en su cara. Al retarme, me di cuenta que ya era suficiente, y tal vez no tendría éxito, así que le recordé que se quedaría solo con el maestro a cargo de la casa "Llegó Fernando, cuida la casa". Quizá ese era el rompimiento de la ruta crítica del día. Pero decidí seguir dejándolo holgazanear, le divertía bastante eso y quizá más adelante me lo agradecerá. Cerrando este círculo, confiado, lo abandoné mientras me introducía a la ducha.

Recordé adentro, en un intervalo de inseguros pensamientos entremedio el chorrear de los haces de agua, que había tirado en mi mesa, al descubierto del empalme de entrada el escrito con el listado para tareas de este maestro, redactado por mí mismo. Creí que hoy día no lo iba a utilizar, mas el empleado llegó. Mi puerta, en un momento en que me estaba secando, decidí con la firmeza de un ruletado apostador que la dejaría abierta, de modo de no darle ideas a un posible maestro ladrón. Le dejé el aviso a mi hermano, dejé unas poleras secar los sobacos en la estufa y partí, sin más, a cobrar ciertas cosas que me darían dinero.

Sacaba el celular en plena calle a cada dos minutos, cierto era que son elementos necesarios, resultan para algunos ser los artífices de los negocios que terminan tan salvadores el día. Nerviosismo era el que tenía de que se robaran nada del hogar que tan invaluable era para nuestra familia, pero que mi hermano tan pequeño no valoraba ni en un escudo (moneda devaluada chilena). Era la cocina, el techo, el baño, la imperfección del maestro anterior, el balcón del departamento, tan hacinado que estaba, la falta de recursos, el enchufe quemado, las quebrazones que había dejado el ventanal de afuera, y el maestro que su famélica cara con su estructura tan poco atlética eran "lo que estaba" malo en esa casa. El celular no contestó. Era necesariamente una incongruencia al modelo necesario de ciudad que se imponía diario a diario, el ocultarlo se hacía molesto a cada intento impelido a cada vez, más mi hermano llamó y cortó en cada oculte de implemento. Yo ya no lo escuchaba, era imposible entre un poco de bocinazo y el chirrido de las máquinas que frenaban en cada esquina. Con gran ímpetu. No quise enfrentarme tan esencialmente a los semáforos pues, en el gran tormento del recuerdo de una falla humana me retrotraía al momento en el que, de joven, presencié a un camión pisoteando a un inocente humano trabajador del medio mediano. Aquello me dejaba increíblemente invalidado para cada día. Amedrentado, avancé cada palmo sin lucir mi teléfono que sin llamadas nada significaba, era un paradigma a la ineptitud secular y artificial, aunque poéticamente sea lo que es. Una "chuchada" mía se escuchó en el entorno de por ahí y una señorita rió a lo lejos.

Al Menos Existe UnoWhere stories live. Discover now