Capítulo I

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Carahue, al sur de Chile, 2018.

La tierra temblaba bajo sus pies. Todos los días podía percibir hasta el más insignificante movimiento telúrico acariciando su piel. Hefesto disfrutó del momento, las vibraciones de la tierra lo hacían sentir vivo.

Los tiempos habían cambiado, él fue testigo del gran salto que había dado la humanidad en los últimos doscientos años. Tal prodigio parecía ser solo obra de los dioses, pero lo dudaba, pues él mismo fue testigo del ingenio humano. Podía decir que solo intervino en pequeños aportes, facilitándole a algunos inventores la pieza clave ―un perno especial, engranajes, resortes― para dar vida a sus creaciones, las cuales solo beneficiaron a los humanos. No necesitaba recompensa o mención alguna, solo le bastaba con saber que había sido de ayuda en el progreso.

Después que dejó el Olimpo, Hefesto no volvió a ver a ningún dios, nunca más. A veces se preguntaba si todavía vivían. Cada diez años regresó, sagradamente, a comer una de las manzanas doradas y llevarse un poco de ambrosía para no olvidar su sabor. En el Gran Salón ya no se percibía esa energía divina, y parecía llevar siglos desierto; el trono de oro de Zeus, otrora esplendoroso, ahora estaba lleno de herrumbre; las celestiales residencias de los demás dioses, vacías; el fuego de su antigua forja, muerto... Lo único que permanecía, como si nada hubiera pasado, era la fuente de ambrosía y el manzano.

Pero no le importaba aquel abandono, volvía cada diez años. La inmortalidad seguía siendo atractiva para él por un motivo muy simple, le fascinaban los humanos. Tan frágiles, imperfectos, llenos de errores y pecados pero, irónicamente, poseían una inmensa capacidad de volverse a levantar una y otra vez.

Había algo precioso en ello que no se cansaba de ver.

Pero los miraba de lejos, evitaba todo contacto que no fuera más allá de un saludo casual o una conversación relacionada con su trabajo.

Llevaba nueve tranquilos años en esa larga y angosta franja de tierra, rodeada de mar, desierto y montañas, cubierta de bosques, valles, salares y arena.

Y volcanes, cientos de ellos. Era lo que más le gustaba, su influencia en ese país pasaba inadvertida; temblores, terremotos, erupciones volcánicas e incendios forestales estaban a la orden del día, y nadie perdía la cabeza por ello. Claro que a él no le era indiferente provocar tales catástrofes, e intentaba aplacar su culpa. Al poco tiempo de llegar a Chile, se hizo voluntario del cuerpo de bomberos de la zona, por lo que si había algún siniestro de gran envergadura, él ayudaba a sofocarlo con un poco más que agua.

Siendo bombero, Hefesto era muy silencioso y eficiente. Sin embargo, casi todo su tiempo lo dedicaba a ser un simple herrero y artesano. La forja y el yunque todavía eran parte de su ser, y aunque lo intentó, jamás pudo separarse de ellos.

—Don Tahiel —lo llamaron desde el umbral del portón de hierro del taller.

Tahiel era su nombre humano en ese país ―siempre cambiaba de identidad―, significaba «hombre libre» en mapudungun, lengua de los mapuche, los habitantes primarios de Chile y Argentina. También decía la tradición de esa cultura que «Tahiel», era un canto sagrado que incita a la unión del hombre con el universo. A Hefesto le pareció de lo más apropiado usar ese nombre en ese país, era muy especial.

Hefesto miró de reojo a quien llamaba. Se trataba de don Anatolio, un campesino del lugar, a quienes se les llamaba «huaso». El viejo era un hombre de la tierra, con la piel curtida por el sol y que contrastaba con su cabello blanco.

El hombre solía frecuentar el taller cuando necesitaba herrar algún caballo. Desde que el maestro llegó a Carahue, siempre contrató sus servicios por ser excepcionales.

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