NI un giro postal, ni una carta, ni una esperanza.
Julián, rendido de cansancio, se detuvo en la puerta del correo. No quería llegar así a su casa.
Pensó en el cobrador de gas, en su mujer, en el chico pálido y enclenque, –retrato de su padre– que
extendería las manitos reclamándole el libro de monos prometido. ¡Sí, estaba para comprar libros
de cuentos! ¡Con razón Goldenberg se permitía hacerle proposiciones de esa especie!
La gente entraba y salía precipitadamente, rozándole al pasar. Sin embargo, ¡qué solo se sentía! No
tenía nadie que le tomara en cuenta, que le prestara ayuda... ¡Nadie! Ni un socio ficticio que le
sirviera para excusarse de aceptar un negocio inadmisible. Su misma carta a Goldenberg,
convenciéndole de la existencia de ese socio mitológico, era una nueva ingenuidad. Samuel se reiría
a carcajadas. ¡Poeta! ¡Poeta! exclamaría. Goldenberg es enemigo de las palabras soeces ¿para
qué? Las suple con el calificativo de poeta. Sin embargo ¡qué lejos estaban los tiempos en que
Julián había escrito sus Flores de Espino y sus Saudades!.
Entre el ruido de los tranvías y las bocinas de los automóviles la campanita de una iglesia llegaba
hasta sus oídos, vaga y tierna como un recuerdo de su niñez.
Las notas tímidas del Ángelus, henchidas de paz aldeana y de crepúsculo, se perdían en el negro
ajetreo de la calle. Ambiente impuro de ciudad, focos parpadeantes, hombres minúsculos agobiados
de preocupaciones, mujeres pintarrajeadas que sonríen provocativamente... de hambre, autobuses,
tranvías, coches, automóviles, –gigantesca fauna de ojos luminosos, de cuyo pecho jadeante surge
un jazz–band de ruidos estridentes: campanillas, graznar de pájaros salvajes, explosiones, roncos
klaxons y chillidos de cerdo agonizante.
Solo el cielo color malva evocaba a Julián la suave melancolía del crepúsculo.
–¡Sinvergüenza! ¡Mirando a las chiquillas!
–¿Yo?
Las manos de Luis Alvear se posaron en sus hombros.
–¡Lucho!
–Sí, Julián: el propio Lucho, el auténtico, con polainas y sin un centavo en el bolsillo...
Hacía seis meses que no se veían. ¡Qué diablo! ¡Las mujeres! Un maldito lío con la señora de un
banquero que le debía la felicidad, la dicha de su hogar, antes sin hijos y ahora iluminado por un
chico gordo y robusto, con toda esa imprevisión y esa alegría de vivir que es la característica de los
Alvear...
–¿Pero eso habrá terminado?
–¡Qué! ¡Imposible! ¡Ahora la aspiración del padre es una niñita y... no puedo zafarme del enredo!
¿Quién me responde de que mi sucesor se me parezca? El chiquillo es igual a mí... ¡Como que
salga otro distinto me descubren!
–¡Cínico!
–¡Benefactor querrás decir! No te imaginas la alegría de ese padre. Se acabó la neurastenia de la
esposa y el hogar es un encanto; el matrimonio ha ganado un hijo, el marido un amigo y el amigo un
banquero. Todos hemos ganado algo.
–¿Y es bonita? –preguntó Julián con aire distraído.
–¡Tanto como bonita...! Tú sabes que en estos casos los hombres nos enamoramos no por la cara
de la mujer sino por la del marido. Mi amigo tiene un aspecto de infeliz que hace a su esposa
locamente tentadora.
–Pero, ¿cómo te has metido en ese enredo?
–¡Hombre! Cuando se está pobre no queda más remedio que dedicarse a la aristocracia... o a la
burguesía... Y, a propósito ¿sabes quien me habló de ti?
–¿Quién?
–Anita Velasco, la mujer de Goldenberg. Yo le presté tu libro de poesías. Tiene la chifladura literaria.
Te encuentra parecido a Amado Nervo...
–¡Diablo!
–No te enorgullezcas. Es sólo en el físico.
–No me conoce.
–¡Bah! Me dijo que te había visto ayer tan absorto en la contemplación de un caballo muerto, que no
había resistido a hacerte una broma.
Julián recordó el caso de la muchacha de ojos verdes que lo había tratado de veterinario... ¡Qué
absurdo era todo aquello! y contó a Alvear la visita que Goldenberg le hiciera.
–Te lo ha enviado ella ¡no me cabe duda!
Y al explicarle el negocio y la proposición
–¡Caramba! Pero te habrá dado algún plazo para contestarle.
–¿Plazo? Acabo de depositar en el buzón una carta rechazando de plano sus ofrecimientos.
–¡Animal! ¡La mujer es tan simpática...!
Julián se alzó de hombros con indiferencia: Bien podían irse al diablo todas las hermosuras de la
tierra. No tenía qué comer. Todo el día había trotado en busca de dinero. ¡Mil pesos! ¡Una porquería!
Luis Alvear le abrazó con entusiasmo.
–¡Chico! ¡Qué felicidad! Eres el hombre que yo necesitaba.
Medio ahogado entre los brazos hercúleos de su amigo, Julián se preguntaba ¿Cómo y para qué
podría servirle un individuo sin dinero?
–¡Para un negocio, hombre! para un negocio de los míos... Yo necesito otros mil pesos. Con dos
firmas tenemos una letra. Yo me encargo del descuento: ¡Para algo tengo un gerente de Banco en la
familia!
Y arrastró a Pardo a una cantina próxima para celebrar por anticipado la riqueza en perspectiva.
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El socio
General FictionJulián Pardo, un hombre con una existencia mediocre que se desempeña como corredor de propiedades y que anhela superar la crisis económica en la que se encuentra e ingresar de lleno al competitivo mundo de los negocios. Pero Pardo es un hombre en co...