9. El asesino y el pecado

202 41 17
                                    


Nara

Esa noche dormimos escondidos entre algunos camiones abandonados. El cazador idiota muy lejos de mí y muy cerca de sus armas. Yo con nada más que unas cajas de cartón deshechas bajo mi cuerpo y mi harapiento vestido como protección.

A la mañana siguiente emprendimos nuestro viaje hacia Reconquista.

Según el idiota estábamos en la provincia de Buenos Aires, algo al norte de Tandil, lo que significaba que teníamos un largo viaje por delante. No teníamos documentos ni dinero para transporte y no nos animábamos a hacer dedo y pedir que nos lleven. Como estaba la situación, no sabríamos si quien nos recogiera podría ser un cazador o un nocturno, o un simple humano mal de la cabeza. El arco del idiota tampoco ayudaba a que la gente quisiera llevarnos. Tendríamos que ir caminando hasta que se nos ocurra una mejor idea.

Cuando pasamos por unas casas rurales, el cazador se acercó a ellas y robó unas papas y batatas de unos cajones y un par de prendas del tendal.

—No sé si te van a andar, pero es mejor que esa bolsa de basura que tenés puesta —dijo cuando volvió al montecito donde yo me había quedado escondida.

Me escondí detrás de unos matorrales y me cambié. Me había traído una musculosa, un buzo gris que me quedaba grande y un short de jean que me quedaba un poco flojo en la cintura, pero no era nada que un lazo no arreglara. Dentro de todo no había elegido tan mal, hasta me había traído unas medias. Sin embargo, me había traído también un corpiño que, curiosamente era de mi talle. Me ruboricé ante tal prenda y rechacé la idea de ponérmela.

También decidí conservar el vestido. Podríamos usarlo para trapo o vendas.

Cuando volví con el idiota, noté que este también se había afanado una remera para él. Por primera vez presté atención a lo que llevaba puesto. Tenía un atuendo parecido al de un policía: borcegos, pantalón cargo, su nueva remera negra que le quedaba ajustada en sus hombros anchos y un chaleco que parecía normal, pero yo suponía que era antibalas. Él era alto, pero no tanto como Nahuel o Maitei, normal. Tenía el cabello rubio y ojos entre grises y celestes en un rostro casi cuadrado. Era como una versión adolescente de Brat Pitt, pero obviamente no tan atractivo.

—¿Qué pasa? —preguntó, cuando me encontró mirándolo fijamente.

—Nada. ¿Vamos a comer esas papas o no? —contesté.

Tomé las papas y las puse debajo de un montoncito de hojas y ramitas secas. Y con unos palitos empecé a hacer fuego, a la antigua.

—Vaya. Creí que sería una inútil sin tu magia —comentó el idiota cuando el fuego empezó a arder—. Pero lo estás haciendo mal —agregó, echándome de mi lugar junto al fuego y haciendo exactamente lo que yo estaba haciendo.

—Uy, discúlpame señorito niño explorador —exclamé y decidí echarme bajo un árbol y dejar que él haga todo el trabajo. No me molestaba ser un poco perezosa a veces.

—No te burles de los exploradores. No hay nada de malo en ellos —gruñó él.

—No me digas que fuiste un niño explorador —dije intentando aguantar la risa y, cuando él no me contestó, la dejé escapar—. ¡Sí lo fuiste! No puedo creerlo, un cazador siendo un niño explorador. Es casi irónico.

—¿Qué tiene eso de gracioso? —gruñó. Él gruñía mucho.

—Que sos un asesino —respondí como si fuera una obviedad.

Él estaba a punto de contestar y me vi venir una pelea interminable. Y, honestamente, no estaba con ganas de pelear ahora. Así que decidí interrumpirlo antes de que él hable.

La chica sangre de luna - Arcanos 3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora