La Estrella Revoltosa

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Hace mucho tiempo, en el cielo de nuestro mundo, aún se podían ver las estrellas; hermosas y brillantes. Cuando llegaba el sol se marchaban, pues su trabajo no era otro que alegrar la oscura noche. Tras horas trabajando se iban a descansar y no volvían a aparecer hasta la noche siguiente, salpicando de nuevo el cielo con sus centelleantes luces.

Les gustaba aquella vida; disfrutar de la paz nocturna, charlar con la luna... Había algunas a las que incluso se deleitaban haciendo dibujos en el firmamento. A todas les gustaba aquella vida menos a una.

La llamaban la estrella revoltosa pues, en lugar de dedicarse como sus hermanas a la vida tranquila y contemplativa, prefería pasarse todo el día corriendo por el cielo a la luz del sol y pasarse las noches durmiendo, olvidando completamente su trabajo como estrella. Sus hermanas no paraban de regañarla:

– ¡Si sigues así alguien acabará pensando que estás afectada por una paradoja espaciotemporal!

– Deberías cumplir con tu trabajo y quedarte quieta y brillando de noche.

– ¡No pienso volver a cubrir tu puesto mientras estás durmiendo tras haberte pasado todo el día de marcha!

– De día eres inútil, ¿no ves que con el sol nadie puede verte?

La estrella revoltosa sabía que sus hermanas tenían razón, pero no podía evitarlo. Le gustaba estar despierta de día para poder ver los colores de La Tierra; el azul de los océanos, el verde de los bosques, el amarillo de los desiertos, el marrón de las montañas y el blanco de las nubes. También le gustaba observar a las personas, pues ellas mismas habían ideado aparatos para correr por el cielo a la luz del sol, al igual que hacía la estrella revoltosa.

– La noche es aburrida, por eso todos duermen cuando se va el sol –se decía a sí misma–. Nunca pasa nada, ni nadie. No puedo creer que pretendan que me esté quieta sin tener nada con lo que distraerme.

Un día llegó al cielo una sonda espacial, más veloz que ninguna otra que hubiese existido jamás, con sus luces y sus antenas que no paraban de parpadear y girar.

Había abandonado La Tierra porque tanta luz le impedía ver bien las estrellas. Tenía una misión muy especial; catalogar todas las luces que brillaban de noche en el firmamento. La sonda esperó pacientemente a que se fuese el sol y, entonces, vio ante ella el cielo más limpio que jamás se había visto. Se puso tan contenta que en una sola noche logró acabar todo su trabajo.

Las estrellas no paraban de hablar sobre aquella recién llegada al cielo. El único tema de conversación era la sonda espacial.

– Pues a mí me ha llamado Vega –decía una estrella.

– Pues yo ahora soy Sirio –comentaba otra.

– ¡Pues a nosotras nos ha dicho que somos las Nubes de Magallanes! –exclamaba un grupo extenso de estrellas cogidas de la mano.

Todas las estrellas se pasaban las noches comentando los descubrimientos de la sonda, admirando sus luces parpadeantes cada vez que pasaban por delante de ellas. Todas las estrellas menos una...

– ¿Qué tiene de especial ese trasto? –preguntaba la estrella revoltosa.

– Es maravillosa, nunca nos habíamos sentido tan importantes y hermosas.

– Estoy deseando que llegue la noche solo para poder volver a ver sus luces.

– A mí me gusta cuando nos dice a qué constelación pertenecemos.

– ¿Pero es que esa sonda espacial no puede trabajar por la mañana? –decía la estrella revoltosa, algo enfadada.

– No, no podría hacerlo con tanta luz. Si quieres verla y escucharla, tendrás que estar despierta por la noche, como todas las demás.

Tanto le picó la curiosidad a la estrella revoltosa, que la siguiente noche, en contra de su costumbre, permaneció en su sitio, luciendo su luz. Era la primera vez que se quedaba despierta y le sorprendió la belleza de la luna, el esplendor de las luces de las ciudades y, sobre todo, su propio brillo, pues en la noche era la más brillante de las estrellas. Nunca se había dado cuenta porque solo salía de día, cuando el sol tapaba su destello.

Asombrada ante aquella hermosa luz, la sonda espacial se dirigió veloz hasta ella:

– ¿Cómo se me pudo pasar astro tan brillante? – preguntó la sonda espacial, maravillada a la par que extrañada.

– Es la primera vez que salgo de noche, pues antes prefería pasarla durmiendo para pasear de día, cuando el sol brilla. No soy como el resto de las estrellas, no me gusta la noche.

– ¡Claro que no eres como las demás estrellas! –exclamó la sonda–. ¡Eres un cometa!

La revoltosa se quedó sorprendida, aquello lo explicaba todo; por qué no le gustaba quedarse en su sitio, por qué brillaba tanto, por qué le gustaba tanto el sol... ¡Es que giraba alrededor de él!

Cuando las estrellas se enteraron se quedaron igual de asombradas, pero no tardaron en aceptarlo, al fin y al cabo, siempre la habían considerado como la hermana rara del firmamento. La dejaron ir, pero no sin antes hacerle prometer que iría a visitarlas alguna noche.

El cometa, por fin libre para ir a donde quisiese, se dedicó a visitar a todos los planetas, uno por uno. Pero nunca olvidó su promesa, así que regresaba cada seis años y medio a ver a sus hermanas, antes de volver a darle la vuelta al sol para proseguir sus viajes por los planetas.

Ya nadie la volvió a llamar estrella revoltosa, ahora todos la conocían por un nuevo nombre, el que le dio su amiga la sonda espacial:

Churyumov-Gerasimenko.


Cuentos de cometas: La Estrella RevoltosaWhere stories live. Discover now