VIII LA GRAN VELADA, LOS JUEGOS

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La noche estaba sin viento, sin brisa siquiera, pero hacía frío. Francisca se embozó en su capa, yo me metí el tongo hasta las orejas, me puse el antifaz y abrazados nos encaminamos hacia el Yachting. A las dos cuadras de distancia coincidimos con otras parejas y grupos, y al acercamos al hotel vimos una creciente cola de veraneantes a la espera de pagar las entradas. Se formaban tumultos contra la reja y algunos muchachos se empujaban unos a otros con el evidente propósito de pasar colados, pero un par de carabineros muy alertos intervenía, conminándoles a integrarse a la fila. La inmensa mayoría iba con disfraz. Abundaban los piratas, las campesinas a la tirolesa, Robin Hood, hawaianas, jeques y odaliscas; también se distinguían algunas muchachas ricamente vestidas de dama belle époque o doncella medieval, y otras de femme fatale ostentosamente enjoyadas y con larga boquilla entre los labios de frambuesas. Sin embargo, de las más vistosas y originales indumentarias, y de la belleza insinuante y ambigua de tanta fruta pintona jugando a mujer, Francisca era la que más atraía las miradas. Esto se me hizo del todo evidente cuando entramos a paso rápido, casi a la carrera, a reservar nuestra mesa. Las del interior del salón estaban ya ocupadas; despreciamos las del patio engravillado porque la malla de Francisca no iba a protegerla del sereno de la noche y, además, allí en el bar divisé una, a la que alcanzaramos a llegar junto a otra pareja, con la que tuvimos que compartirla. La orquesta, al fondo del salón, estaba tocando un rock'n roll y la terraza empezó a verse invadida. Nuestros compañeros de mesa nos pidieron que les cuidáramos su sitio mientras iban a bailar. Todavía se corría el riesgo de que los frescolines que nunca faltan le usurparan a uno la mesa, a menos que sobre ésta hubiera vasos. Así se lo hice notar a la pareja. -Tiene razón -asintió el muchacho, quien, como su chiquilla, estaba disfrazado muy malamente de vaquero-. Llamemos al mozo y pidamos algo. Tuvimos que esperar un buen rato porque, si bien el Yachting había duplicado el servicio, los mozos se hacían pocos trotando de un lugar a otro, atendiendo los pedidos que se les acumulaban en esos momentos iniciales de mayor requerimiento. Por fin uno se acercó. -Dos gin con gin -dijo el vaquero. 

-No, yo quiero cuba libre -corrigió ella. Le pregunté a Francisca lo que deseaba. -Algo sin alcohol. -Las gaseosas y los jugos valen igual que los tragos combinados, señorita - informó el mozo-. No importa lo que tome, igual está pagando el cubierto, doscientos por nuquita. -Algo sin alcohol -repitió ella. -Tráiganos una primavera y una piscola; ¿está bien, Francisca? -Sí, sí. -Podrían sacarse los antifaces -opinó el vaquero-; si no, se van a acalorar demasiado. No le hicimos caso. -Su disfraz es maravilloso -dijo la vaquera. Sin ser bonita, tenía una cara de facciones menudas, graciosas. -No es disfraz -contestó Francisca. La pareja optó en adelante por hablarnos el mínimo. Ahora las mesas estaban todas ocupadas y seguía llegando gente, ubicándose en los bancos del patio y del jardín. También los semimuros de la terraza se vieron abarcados, mientras en la barra del bar se apiñó un tumulto tan crecido que había que hacer allí los pedidos a grito pelado. De pronto una agitación contagiosa recorrió a la multitud. Un Buick y un Oldsmobile, coludos y descapotados, se estacionaron frente a la reja. Hacían su entrada las cinco finalistas, rodeadas de sus padrinos, de entre los cuales saldría el rey feo. Se dirigieron hacia el salón donde les estaba reservada una larga mesa adornada con muchos ramos de flores. Entre aplausos y vítores los presentes abrieron paso a las finalistas. La orquesta cesó y subió al estrado el maestro de ceremonias para dar lugar de inmediato al cómputo de los votos. Sólo entonces divisé a Jaime y a las hermanas Cordingley; se hallaban al centro de un grupo que se había acercado a la plataforma para observar el recuento. Apenas les distinguí las cabezas y pronto se me perdieron en la masa. Cuando finalmente se dio el nombre de la ganadora, la algarabía se acrecentó; la elegida reina era una muchacha con ojos de uva negra y cuerpo ligeramente entradito en carnes. Estaba muy nerviosa, pero trató de hilar algunas palabras de agradecimiento. El maestro de ceremonias la rescató de la situación anunciando que se reanudaba el baile y que la nueva reina, a quien la soberana del verano anterior acababa de encajarle en la cabeza la corona de fantasía, inauguraría la fiesta con El Danubio azul en brazos de su rey feo. Como la orquesta carecía de piano 

Francisca yo te amo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora