Prólogo

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Cumplía diecisiete años el día que la reina le desterró. Aún recordaba la confusión, el miedo y la traición que sintió cuando la única persona con la que compartía sangre le obligó a dejar su hogar y le entregó a Gwyn ap Nudd. Cumplía diecisiete años el día en que pasó a ser propiedad de la Cacería Salvaje.

Recordaba el trueno que escuchó aquella primera noche en la Cacería. Todo era azul eléctrico y húmedo, gotas de agua resbalando por sus rizos y empapándole el rostro, mezclándose con sus lágrimas desesperadas.

Le dolían los nudillos de agarrarse a las crines y tenía las piernas agarrotadas de intentar sujetarse al cuerpo del pegaso, incapaz de controlarlo.

Cuando creía que no podía odiar más todo aquello Gwyn se acercó sobre su propia montura, su sonrisa salvaje iluminada por un nuevo relámpago. Agoney creyó que ya había pasado la prueba, que había conseguido no caer al vacío pese a las acrobacias del pegaso en aquella noche de tormenta. Así que se permitió aflojar su agarre durante unos instantes, esperando que Gwyn diera por finalizada su iniciación.

─¡Solo obedece a quienes conocen su verdadero nombre!

El estruendo del trueno siguió a la voz de Gwyn, quien se había acercado lo suficiente como para desestabilizarle de un simple empujón.

Su cuerpo cayó al vacío, atravesando el cielo como si se hubiese abierto una herida y él se hubiera desplomado dentro, en la sangre oscura de la noche.

Y, cuando creía que su vida estaba a punto de acabarse, apareció.

Sombra.

Reunió las pocas fuerzas que le quedaban en los pulmones para gritarlo. Lo gritó hasta pensar que iba a quedarse sin voz.

Las crines se volvieron suaves bajo las manos derrotadas, sus piernas se aferraron de nuevo a los flancos del animal y el galope se volvió fluido, un poco más como volar y menos como intentar sobrevivir en el aire.

Agoney sintió el roce de las gotas de las nubes en las piernas, sintió la humedad y la noche, como nunca las había sentido.

Pudo volver a respirar.

Cinco años más tarde, la Cacería se había transformado en una suerte de familia. Y, sin embargo, la esperanza se había instalado en su pecho al recibir la invitación de la reina. Tal vez pudiera recuperar su confianza, volver a su antigua vida en la Corte.

La reina le esperaba en su trono. Esta vez era de mármol blanco, sólido, resplandeciente en la inmensidad del bosque nocturno. Le había citado allí en lugar de en la estancia habitual de la Corte porque quería que fuera algo privado, secreto.

Los guardias le dieron paso y Agoney avanzó por el sendero marcado con flores y luciérnagas que conducía hasta el trono. Eran diminutas, blancas, acampanadas. La reina había tenido el detalle de elegir flores del lirio de los valles, sus favoritas, lo que era un gesto de cortesía común entre las hadas. Sabía muy bien lo que pretendía con todo ese blanco, con el vestido radiante, que resplandecía con cada movimiento, como si se hubiese vestido con las luciérnagas y los lirios del valle que bordeaban el sendero. Pretendía disfrazarlo todo de una inocencia de la que aquella cita carecía en realidad.

Buscó con la mirada a Jade y Marina, las que habían sido su madre y su hermana antes de ser desterrado a la Cacería, la familia de la que no se pudo despedir cinco años atrás. No encontrarles allí le produjo gran tristeza, pues temía lo que pensaran de él después de cómo se marchó, y llevaba años esperando poder regresar junto a ellas.

Entonces miró hacia atrás, buscando instintivamente a Elliot, que le seguía unos pasos por detrás admirando el entorno. Él se había convertido en su familia en la Cacería Salvaje, no le había dejado solo desde aquella primera noche, cuando los murmullos de Agoney, inmerso en una pesadilla, le habían despertado. Compartieron manta cada noche desde entonces, los susurros de Elliot, las leyendas y los cuentos de estrellas, le habían ayudado a dormir, a sobrevivir.

Los guardias que le habían escoltado hasta allí interpusieron sus lanzas en su camino, frenándoles a unos metros de distancia del trono.

─Mi reina ─Agoney inclinó la cabeza, a modo de reverencia.

Elliot, tras él, le imitó en silencio

─Viniste ─la reina le observó con una sonrisa indescifrable.

─Así lo ordenasteis.

La reina Seelie sonrió, complacida.

>>Sin embargo, desconozco el motivo.

La reina se puso en pie, haciendo un gesto a los soldados para que bajaran las lanzas.

─Dejadnos ─ordenó.

Los guardias se retiraron rápidamente y Elliot hizo el amago de seguirles, pero su compañero se giró y le cogió la mano, frenándole, gesto que contrarió a la reina.

─Quiero hablar a solas con mi sobrino.

─Elliot cuidó de mí cuando llegué a la Cacería Salvaje, y lo ha hecho desde entonces. Confío en él ─alegó Agoney, manteniendo firme el agarre de su mano.

─Elliot ─pronunció la reina con tono seco─ es libre de pasear por el bosque hasta que acabe nuestra reunión.

El hada más joven estuvo a punto de replicar, pero antes de que lo consiguiera, el aludido intervino.

─Te espero fuera, no te preocupes por mí -le dio un pequeño apretón y se deshizo del agarre.

Tras una pequeña reverencia, Elliot desapareció entre los árboles seguido por la mirada resignada de su compañero.

Solo entonces la reina avanzó la distancia que les separaba, hasta posar su mano sobre el hombro del joven.

Unos cuantos centímetros de altura separaban sus rostros, por primera vez él más alto que ella. Su rostro aniñado y lampiño se había transformado durante aquellos años hasta cincelar unas facciones más afiladas, cubiertas por el vello de su barba, oscura y extensa, así como sus músculos se habían tonificado en la Cacería. Sin embargo, la reina no pareció reparar en aquellos cambios. Ni siquiera en sus ojos.

─Tengo una misión para ti, mi querido sobrino.

─¿Qué debo hacer, majestad?

─Te adentrarás en un Instituto nefilim y me traerás un libro que necesito.

La sorpresa fue patente en el rostro de Agoney, que arrugó la nariz ante la sola mención de los cazadores de sombras. Robaría con gusto a los despreciables nefilim. Sin embargo, no entendía porqué quería que lo hiciera él, teniendo soldados de total confianza a sus órdenes.

─¿Por qué yo?

─Perteneces a la Cacería Salvaje, no estás sujeto a las leyes nefilim, sois las únicas hadas que podéis salir de Feéra sin consecuencias. Solo respondes ante Gywn ap Nudd, y ante tu reina ─afirmó, tomando su cara entre sus manos─. Solo tú puedes llevarla a cabo con éxito, y confío en que lo harás ─lo susurró con aquel tono suave, pero frío, ausente de auténtica dulzura, que utilizaba en su infancia para conseguir que obedeciera.

Por un momento volvió a ser el niño obediente de diez años que solo quería que su tía, su única familia, le demostrara un poco de amor.

─Por supuesto ─Agoney inclinó la cabeza, sintiendo el tacto de la reina desvanecerse en sus mejillas.

Y ahí estaba él, doce años más tarde, esperando recuperar su confianza a cambio de su lealtad.

Pero Agoney no sabía que él, un hada, fiel a la verdad y al cielo, acabaría internándose en el mundo de las sombras para descubrir el secreto de su propia existencia, que haría tambalear todo su mundo, incluida la lealtad hacia la reina.

Fairy TaleWhere stories live. Discover now