1. El recuerdo

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-Estoy bien, mamá. Lo juro -repitió por milésima ocasión el chico de dieciocho años. Un desmayo no significaba gran cosa para el, aunque los doctores no le hubieran podido confirmar un diagnóstico sobre la causa aún.

-¡Desde luego que no estas bien, Alec! Lo que te paso no pudo ser coincidencia. Casi no duermes, rara vez estas en casa y, cuando lo estas, te la vives encerrado en tu cuarto... ¡No tengo idea de lo que podría estar pasando detrás de esa puerta! No...

-Desde luego que no tienes idea -corto su oración Alec, impidiéndole continuar. La verdad era que estaba furioso en aquellos momentos-. Tu nunca estas en casa tampoco.

El joven rodó los ojos ante la paranoica actitud de su madre. Fuera lo que fuera, no tendrían porqué preocuparse. Tenían demasiado dinero -innecesario y en exceso, como Alec siempre había creído- para pagar el tratamiento de casi cualquier enfermedad, en cualquier caso.
Aunque siempre había tenido una vida de privilegios, el chico siempre había añorado poder llevar una vida normal; vivir en una casa de un tamaño razonable en un lugar como Brooklyn o Queens y no en una semi mansión en Manhattan. Y si, había noches en que estaba tan desesperado por romper la rutina, que se escabullía de su casa desde la ventana de su habitación y se dirigiría a la estación, donde tomaba el tren de medianoche dirigiéndose a cualquier lugar.
No necesitaba ninguno de los lujos que una vida como la suya le ofrecía, siempre lo había pensado así, al igual que cierta chica de cabello rojizo que conoció una de esas noches en las que no sabia que hacer, en aquella parada de autobús frente al puente al que había llegado. Recordaba ese momento como si fuera ayer pero, al mismo tiempo, parecía que hubiera pasado toda una vida desde entonces, a pesar de que sólo habían pasado dos años, cundo ella tendría quince y el dieciséis; la primera vez que la vio. Recordaba las brillantes luces de la gran ciudad así como recordaba su rostro brillando bajo la blanquecina luz nocturna y los enormes faros; su pálida tez complementada con dos ojos azules, dignos de la envidia de cualquiera, y su cabello ondulado recogido en una coleta despeinada. El ambiente fue tan extraño y agradable para dos desconocidos desde el primer momento que en poco tiempo se encontraban riendo, dirigiéndose a un bar neoyorquino inundado con el olor a cerveza, cigarrillo y perfume barato, complementado con el sonido de un cantante de rock clásico y su guitarra.
Dicen que, eventualmente, las almas gemelas se conocen en el mismo lugar donde se esconden, y Alec siempre había pensado que Annie -como a Johanna le gustaba que la llamaran- lo era. Fueron buenos amigos por un tiempo. En realidad, Alec pensó varias veces la posibilidad de que, algún día cercano, ella se diera cuenta sus sentimientos y finalmente pudieran estar juntos, aunque sus ilusiones se habían visto hechas pedazos cuando se comprometió con Patrick. Si, compromiso, sin importar que ella aún tuviera diecisiete. Le propuso matrimonio enfrente de toda su familia con uno de esos anillos de "promesa". En realidad, su prometido solo estaba esperando a que cumpliera la mayoría de edad para casarse legalmente, olvidando por completo su opinión al respecto. Alec sabia que ella no quería casarse. Nunca había sido una chica de un solo lugar y, por lo mismo, no la podía ni imaginar casada con su primo, quien era todo lo contrario. Dicen que entre opuestos de atraen, es cierto, pero esa relación era mas tóxica que nada, podía jurarlo. No había más necesidad que observarlos disimuladamente para darse cuenta de que, por lo menos, ella no era feliz en lo más mínimo. Sin embargo, Patrick y su demencial obsesión por Annie la llevarían a la ruina emocional.
Alec no lo entendía. Desde que conoció a Annie, ella odiaba hacer las cosas solo porque se lo dijeran y estaba seguro de que su opinión permanecía la misma. Pero ¿con qué otro sentido se casaría con un hombre al que no ama en absoluto?
Al oír la puerta del hospital azotarse, regresándolo a la realidad justo a tiempo para ver a su madre saliendo del lugar hecha una furia, con su padre siguiéndola, no sin antes dirigirle al chico una mirada acusatoria, que en otra situación me habría resultado casi hiriente.
Alec se acomodó como pudo en la camilla para dormir un poco al no encontrar nada mejor que hacer después de diez minutos de que sus padres no volvían. Él sabía que no lo harían cuando dejó de escuchar los gritos de su madre diciendo «¡Ese chico no es mi hijo! ¡No es mi hijo!». Su vista se quedó fija en pequeña ventana frente a el. Dolía demasiado que su madre lo negara de esa forma.
Así transcurrieron los siguientes dos largos días, solitarios y aburridos, sin nada que hacer más que hablar con los doctores sobre lo que podría haber provocado su desmayo. Trastornos cardiacos, anemia, epilepsia... Nada seguro. Su enfermedad era "rara", según ellos: tenía síntomas de enfermedades diferentes y, cuando creían haber encontrado la acertada, algo cambiaba.
Los doctores lo dieron de alta el tercer día, sin embargo le pidieron que les diera más tiempo para diagnosticarlo.
Sin más, Alec salió del hospital cabizbajo. No tenía idea de a donde ir. Estaba casi seguro de que sus padres no lo recibirían en su casa con los brazos abiertos. No era la primera vez que tenía problemas con ellos. Y la verdad era que los extrañaba. Extrañaba los tiempos cuando era un niño pequeño que caminaba por la calle de la mano de su madre o cuando su padre lo llevaba a la escuela contándole historias de su niñez.
Ya nada era igual entre ellos. Ahora para lo único que hablaban la mayoría de las veces era cuando le criticaba por ser tan poco ambicioso. Su padre creía que era débil y que no creía que fuera capaz de mantener la empresa de su familia por su propia cuenta algún día. No confiaba en el. Ya no.
Sus padres no lo querían de vuelta.
Sin nada que hacer, Alec fue al único lugar donde sabía que no podía ser encontrado.

Trescientos sesenta y cinco días.Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang