Touches

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Cada vez que Dazai le tocaba, Chuuya sentía que era humano.

Quizá era por el simple hecho de sentir el calor de otra persona. O tal vez porque era Dazai, y si él le tocaba y no desaparecía entre sus dedos, significaba que, después de todo, sí era humano y no el producto de alguna habilidad.

Porque, desde que despertó, Chuuya ni siquiera sabía qué era. ¿Por qué existía? ¿Para qué estaba en ese mundo?

Había vagado por ciudades, robando y asesinando, sin respuesta a esa pregunta, sin tener nunca un lugar al que regresar. Había estado solo siempre, sin familia ni algo a lo que llamar hogar, preguntándose por qué había nacido, por qué no tenía nada de lo que los demás tenían y cuál era el propósito de su existencia.

Pronto aprendió que, aparte de su soledad, poseía una habilidad especial a la de los demás, desafiaba la gravedad como si fuera lo más fácil del mundo. Y aunque se valió de ello para hacerse respetar, el hecho de tenerla le hacía plantearse aún más si siquiera era humano.

Sin embargo, gracias a ello pudo entrar a lo más cercano que tuvo en aquella época a una familia: las Ovejas.

En muy poco tiempo, por su poder, escaló puestos hasta llegar a ser el jefe, y pensó que ya nunca más iba a tener que volver a pasar por el sentimiento de soledad que había sentido durante ocho largos años.

Qué ingenuo de su parte.

Tuvieron que aparecer Dazai, la Port Mafia y las pocas y únicas pistas del origen de su existencia misma para que Chuuya se diese cuenta de la burbuja en la que vivía. No era querido por ser Nakahara Chuuya, sino por su poder. Por su fuerza.

Si no tuviese el control de la gravedad, no sería nadie.

Quizá la puñalada de Shirase dolió menos físicamente y más emocionalmente. Tal vez lo peor era que Dazai había visto, con tan solo un par de encuentros y un poco de fría lógica, lo que a él le había costado años, y además se había anticipado a los acontecimientos.

Y aún así, Chuuya no podía dejar que simplemente eliminase todo lo que alguna vez consideró su familia. Aunque sabía que Dazai usaría eso para chantajearle, como bien había hecho, Chuuya no podía dejar ese sentimiento de lealtad de lado de un día para el otro. Simplemente, no era así.

Dazai tampoco era la mejor persona del mundo, y Chuuya lo sabía. Dazai estaba tan roto como él por dentro, y lo escondía tras sonrisas tontas y ojos de apagado brillo. Cuando Mori decidió emparejarlos, Chuuya pensó con ironía en el menudo par que se había juntado: el recipiente de un dios destructivo que no sabía el motivo de su existencia y un muchacho que había perdido las ganas de vivir.

Sin embargo, debía admitir que, pese a todos los defectos que podía sacarle a Dazai, él había sido el primero que le había tratado como un humano. Más como un igual que como alguien a quien temer o respetar. De hecho, Dazai se burlaba de él, de su altura, de su ropa, de todo lo que pudiese, pero le trataba igual a como trataría a un amigo.

Y Chuuya nunca había recordado tener amigos.

En su tiempo en las Ovejas, había tenido enemigos, superiores, mayoritariamente subordinados, pero no un amigo. Ni siquiera un compañero, porque nadie podía seguir su ritmo.

Sin embargo, Dazai sí. Dazai podía ser molesto, odioso, un maldito presumido, un estúpido suicida, pero era la primera persona que podía ser su compañero en una batalla y al que podía llamar amigo.

Y cuando le tocaba, le hacía sentir humano. Él le demostraba que su existencia era real y no el uso de una habilidad. Y era muy irónico cuando el nombre de su habilidad, «Indigno de ser humano», indicaba todo lo contrario a lo que le hacía sentir.

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