17.- Lily

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«¿Dónde está? ¿Dónde está Rick?». Ese fue el primer pensamiento de Lily cuando abrió los ojos al amanecer. Examinó la habitación frenéticamente para localizarlo, como siempre hacía cuando se despertaba. Había aprendido a despertarse temprano para estar preparada para cualquier cambio de humor o de carácter de Rick. A lo mejor nunca conseguiría cambiar eso, dejar de sentir aquella pizca de terror con la que se enfrentaba al

amanecer antes de que se iniciara la vida de verdad.

Sky estaba acurrucada entre sus brazos. Aquella noche había habido lleno

en la habitación. Abby roncando suavemente a un lado, Sky en el otro, y su madre durmiendo en la otra cama. Solo que su madre ya se había ido. En la cama solo quedaba la colcha doblada y las almohadas. Lily miró con nerviosismo a su alrededor, hasta que vio el papel en la mesita de noche.

«He ido a buscar unas cuantas cosas para mis niñas. Enseguida vuelvo. Os quiero, mamá». Lily leyó el mensaje en voz alta y acarició la conocida caligrafía en cursiva. «Os quiero, mamá».

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No soportaba la idea de volver a perder a su madre o a su hermana. Tuvo que luchar para evitar que imágenes horripilantes se abrieran paso en su cabeza. Se desperezó, notó los músculos doloridos después de la carrera del día anterior, y bajó de la cama con cuidado, intentando no despertar ni a Sky ni a Abby. Se acercó a la ventana.

Había estado tan concentrada en la seguridad de Sky, en garantizar la captura de Rick, que no había tenido ni tiempo de asimilarlo todo. Pero ahora, en las primeras horas de la mañana, se deleitó viendo el sol aparecer poco a poco en el horizonte. Lily se había perdido miles de amaneceres, pero ahora estaba allí, contemplando el glorioso inicio de un nuevo día. Una explosión de amarillo dorado, de naranja quemado y de destellos de rojo fusionándose para dar lugar a un amanecer tan pictórico que no podía ser real. Abajo, la ciudad empezaba a cobrar vida. Las enfermeras se apiñaban fuera para fumar sus pitillos. Familiares preocupados deambulaban de un lado a otro hablando por sus teléfonos móviles. Pero absolutamente nadie parecía ser consciente de la inimaginable belleza que se desplegaba a su alrededor.

«Prestad atención», pensó Lily. Todo eso les podía ser arrebatado en un instante y no le importaba a nadie. «No es cierto —se dijo Lily—. A mí sí me importa». No había nada que le importara más que aquel amanecer, y entonces cayó en la cuenta. No era único. Lily vería salir el sol una y otra vez. Tenía una vida entera de amaneceres por delante.

Apoyó la frente contra el frío panel de cristal y se imaginó tomando el sol en el jardín de su casa hasta que su piel adquiriera un tono moreno dorado. En primavera, se calzaría las zapatillas deportivas y, con el sol abrasador azotándole la espalda, correría hasta que le dolieran los pulmones. Tenía ante sí muchas posibilidades. Podría hacer todo aquello y más. Era libre.

Lily se habría quedado así eternamente, pero entonces entraron las enfermeras para extraerle más sangre. Abby se despertó, completamente grogui. Cuando su mirada se cruzó con la de Lily, esbozó una enorme sonrisa.

—Gracias a Dios que no ha sido un sueño —dijo Abby. —Lo sé. Es justo lo que pensaba yo.

Compartieron otra sonrisa, y entonces apareció Carol. —Carol, te dije que te perdieras.

—¿Desde cuándo eres mi jefe? He cambiado el turno, sabelotodo. Y ahora, ¿piensas venir conmigo para que te den el certificado de buena salud para obtener el alta o me obligarás a pedir refuerzos?

Abby suspiró y se giró hacia Lily.

—Los buitres tienen que seguir sobándome y haciéndome de todo para asegurarse de que no tienen que encerrarme en el loquero. ¿Estarás bien sola?

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