XIX

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A los dos días de esto anunciáronle a Augusto que una señora deseaba verle y hablarle. Salió a recibirla y se encontró con doña Ermelinda, que al: «¿usted por aquí?» de Augusto, contestó con un: «¡como no ha querido volver a vemos...!»

—Usted comprende, señora —contestó Augusto—, que después de lo que me ha pasado en su casa las dos últimas veces que he ido, la una con Eugenia a solas y la otra cuando no quiso verme, no debía volver. Yo me atengo a lo hecho y lo dicho, pero no puedo volver por allí...

—Pues traigo una misión para usted de parte de Eugenia...

—¿De ella?

—Sí, de ella. Yo no sé qué ha podido ocurrirle con el novio, pero no quiere oír hablar de él, está contra él furiosa, y el otro día, al volver a casa, se encerró en su cuarto y se negó a cenar. Tenía los ojos encendidos de haber llorado, pero con esas lágrimas que escaldan, ¿sabe usted?, las de rabia...

—¡Ah!, pero ¿es que hay diferentes clases de lágrimas?

—Naturalmente; hay lágrimas que refrescan y desahogan y lágrimas que encienden y sofocan más. Había llorado y no quiso cenar. Y me estuvo repitiendo su estribillo de que los hombres son ustedes todos unos brutos y nada más que unos brutos. Y ha estado estos días de morro, con un humor de todos los diablos. Hasta que ayer me llamó, me dijo que estaba arrepentida de cuanto le había dicho a usted, que se excedió y fue con usted injusta, que reconoce la rectitud y nobleza de las intenciones de usted y que quiere no ya que usted le perdone aquello que le dijo de que la quería comprar, sino que no cree semejante cosa. Es en esto en lo que hizo más hincapié. Dice que ante todo quiere que usted le crea que si dijo aquello fue por excitación, por despecho, pero que no lo cree...

—Y creo que no lo crea.

—Después... después me encargó que averiguase yo de usted con diplomacia...

—Y la mejor diplomacia, señora, es no tenerla, y sobre todo conmigo...

—Después me rogó que averiguase si le molestaría a usted el que ella aceptase, sin compromiso alguno, el regalo que usted le ha hecho de su propia casa...

—¿Cómo sin compromiso?

—Vamos, sí, el que acepte el regalo como tal regalo.

—Si como tal se lo doy, ¿cómo ha de aceptarlo?

—Porque dice que sí, que está dispuesta, para demostrarle su buena voluntad y lo sincero de su arrepentimiento por lo que le dijo, a aceptar su generosa donación, pero sin que eso implique...

—¡Basta, señora, basta! Ahora parece que sin darse cuenta vuelven a ofenderme...

—Será sin intención...

—Hay ocasiones en que las peores ofensas son esas que se infligen sin intención, según se dice.

—Pues no lo entiendo...

—Y es, sin embargo, cosa muy clara. Una vez entré en una reunión y uno que allí había y me conocía ni me saludó siquiera. Al salir me quejé de ello a un amigo y este me dijo: «No le extrañe a usted, no lo ha hecho aposta; es que no se ha percatado siquiera de la presencia de usted.» Y le contesté: «Pues ahí está la grosería mayor; no en que no me haya saludado, sino en que no se haya dado cuenta de mi presencia.» «Eso es en él involuntario; es un distraído...», me replicó. Y yo a mi vez: «Las mayores groserías son las llamadas involuntarias, y la grosería de las groserías distraerse delante de personas. Es, señora, como eso que llaman neciamente olvidos involuntarios, como si cupiese olvidarse voluntariamente de algo. El olvido involuntario suele ser una grosería.»

NieblaWhere stories live. Discover now