El agua al revés

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Hace unos años viví algo verdaderamente fantasioso. Fantasioso fue para mí, no para las personas —o ¿criaturas?— que vivían conmigo en ese entonces. Fantasioso para el lector también, quizás. Salvo que el lector pertenezca al grupo de Ellos. Ellos que son capaces de imaginar lo imposible y aceptarlo como si fuese lo más normal del mundo. Ellos que son capaces de aceptar otras realidades, aunque no coincidan con las realidades que conocían hasta entonces.

Ese día del cual hablo me desperté en una cueva oscura. No me acordaba cómo había llegado ahí, no me acordaba ni siquiera de mi propio nombre. Solo me acordaba que había querido hacer un viaje. Hacia dónde, no me acordaba. Algo en mi corazón decía que había llegado a mi destino, aunque no lo reconocía.

Caminé un largo tiempo en la oscuridad, casi pensaba que estaba caminado en círculos, cuando llegaba a una cueva un poquito menos oscura que la anterior. Y después a otra un poco menos oscura. Y a otra. Y así consecutivamente hasta que pude ver bien. No entendía de dónde venía la luz, pero eso no importaba. Estaba cansado. En la cueva había algo que se parecía a una cama y sin pensarlo mucho me acosté y me dormí al instante.

Una mano en mi hombro me despertó. Pertenecía a una señora con pelo tan, pero tan blanco, que parecía emitir una luz. Su cara estaba tan pero tan arrugada que la apertura de su boca y las cuevas de sus ojos parecían ser solo otras arrugas más.

—Andá. Buscá agua —me ordenó.

—¿Qué?

—Agua. Buscá agua.

Levantó sus brazos finitos, tapados con una piel de papel, y me mostró la salida de la cueva, la cual era otro túnel que aquel por el que había entrado. Apoyado al lado de la salida estaba un balde. Con el cerebro todavía dormido me levanté, agarré el balde y salí de la cueva. Daba lugar a una cueva aún más grande. Mucho más grande e iluminada de fuentes extrañas pegadas en sus paredes de roca. Caminar me costaba, pero caminé igual, abrazando el balde con mis brazos. ¿Dónde había agua acá? Recién ahora se me ocurrió esa pregunta, pero me dio vergüenza volver a la cueva para preguntarle a la vieja. Noté una gran cantidad de personas apurándose para llegar a ciertos lugares, diligentes como abejas en su panal, concentradas en sus tareas. ¿También les había ordenado algo esa mujer? No tenía idea dónde encontrar agua, no me quedaba otra que buscar a ciegas. Algunas de las personas estaban llevando baldes tal como yo, así que las perseguí hacia el otro lado de la cueva donde se encontraban algunos recipientes. Eran artesas, tal como se usan para animales grandes para que tomen. No me acordaba por qué sabía eso, pero eso no me importaba ahora. Lo que me importaba era cómo estaban puestas esas artesas. No estaban colocadas en el piso, sino que alguien las había colocado en cuatro palos. Al revés. Con la apertura para abajo. La mujer a la que había seguido hasta ahí, dio vuelta a su balde y lo empujó hacia arriba. Sorprendido miré como después lo tiró para abajo, evidentemente con algo de fuerza, y con la apertura mirando hacia el piso. Manteniéndolo así, se fue, apuradamente, hacia otra dirección. Con cuidado me acerqué a la artesa y miré hacia arriba. Agua. Levanté un brazo y con las puntas de mis dedos toqué la superficie húmeda. Agua fresca. Gotas se soltaron de la roca debajo de mis pies y cayeron (¿?) hacia arriba para unirse ahí con la superficie helada y plana. Recién ahora reparaba de las miles y miles de gotas chiquititas que subían en esta área de la cueva.

—¿Qué es esto? —me escuché susurrar a mí mismo.

Tal como lo había hecho la mujer antes, subí el balde y lo empujé hacia adentro del agua. Sentí como cambiaba su equilibrio y en vez de empujar hacia abajo ahora parecía tirar hacia arriba. Lo tiré yo hacia abajo, cambié mi forma de agarrarlo y lo empuje hacia el piso, mientras lo estabilizaba con una mano para que no se tildara y me hiciera perder su líquido valioso al techo de la cueva. Me sentía un poco incómodo y sin práctica, empujando el balde al revés hacía el piso con las dos manos, volví a la cueva pequeña.

—¿El agua corre para arriba? —le pregunté a la vieja arrugada.

—Claramente —contestó ella—. Sino, ¿cómo llegaría a las fuentes del mundo, arriba, de las cuales borbota el agua en las montañas? Recién ahí las toca el sol.

Lo explicaba como si fuera lo más normal del mundo. Y al explicarlo también se volvía lo más normal del mundo para mí.

—¿Pero cómo llega hacia acá abajo? —pregunté.

—¿Pero no prestaste atención en la escuela? Algunas aguas se convierten en ríos, lagos y mares, porque el sol las empuja hacia abajo. Otras suben hacia él, porque se sienten atraídas. Pero el sol las reúne y colecciona en nubes, para llevarlas hacia donde son necesitadas. Y ahí las empuja hacia abajo con tanta fuerza que penetran la tierra. El sol es peligroso y tiene mucha fuerza. Recién cuando pierde influencia por tanta tierra que se encuentra entre él y el agua, ésta para, se da vuelta y vuelve a buscar su camino hacia el sol. Es un ciclo sin fin.

—Y en su camino pasa por las cuevas —agregué.

La anciana asintió con la cabeza. Quedamos en silencio un buen rato. Repasé un par de preguntas y pensamientos por mi cabeza. Una pregunta en especial se coló ante todas y saltó para adelante. Sin poder pararme a mí mismo, se me salió:

—¿Qué pasa cuando tienen que ir al baño?

La anciana se rió. Las arrugas se arrugaban aún más, los ojos desaparecieron en ellas, su boca dejó salir a la risa en chorros y carcajadas. Con la palma de la mano me tocó el hombro y sin darse vuelta para mirarme se acercaba a la salida.

—Fueron suficientes preguntas para hoy. Guárdate el resto para los otros días —dijo, aun riéndose.

Y así me dejó como a un niño inocente y mal educado para descansar.

Mucho tiempo después me volví a despertar en el mundo de arriba. Cada vez que veía los ríos, cada vez que veía un lago, cada vez que estaba parado en la orilla del mar, cada vez que se caía la lluvia en gotas o en diluvio volvía a acordarme de mi tiempo en la cueva donde el agua caía hacia arriba.

El agua al revésWhere stories live. Discover now